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GORI MUÑOZ

 

 Gregorio Muñoz Montoro

 

(Benicalap,1906 - Buenos Aires, 1978)

1. UNA CASA REPUBLICANA

 

Podía ser una familia como tantas de la Argentina: padre, madre y dos hijas, pero no lo era, porque Gori Muñoz y María del Carmen García Antón eran republicanos españoles exilados y sus hijas habían nacido, una en Paris y la otra en Buenos Aires.

Gori era un hombre solar y de cultura enciclopédica. Fumador y adicto al trabajo. Muy sociable, disfrutaba contando anécdotas y era un bromista contumaz. También era capaz de explotar en ataques de furia que afortunadamente pasaban como las tormentas de verano. Malparlat[1]. Tanto que cuando aprendí a escribir comencé a anotarlas en una libretita, con la colaboración de mi hermana Gorita y de Aitana Alberti, que colaboró con algunas de su padre. Desgraciadamente, la dichosa libretita cayó en manos de Mamá que me la quitó, se peleó con Papá y acabó con mi carrera de escriba.    

 

Mamá era bonita y seductora. Habilidosa y creativa, hacía bien todo lo que encaraba: trabajos manuales, diseño de modas o negocios. Aprendimos con ella a jugar, cantar, tejer, bordar, coser y cocinar. Se vestía – y nos vestía - muy bien y nunca consideró que el vestirse fuera una actividad banal.  Vivía más en lo que no fue de sus tiempos de La Barraca que en el presente, aunque este le trajera infinitos éxitos. Por ser dueña de una autoestima poderosa, tendía a culpabilizar al mundo si algo no salía como ella quería. No era siempre fácil. 

 

Mi hermana Gora y yo tenemos una diferencia de edad de cuatro años y medio. Cuando a mí me gustaban las aventuras de Patoruzito, el bichito Bucky, el juego de la Oca y las muñecas, ella prefería a Dumas, el ajedrez o, simplemente, jugar con el aire y sin hablar. Somos muy diferentes y como todos los hermanos, si bien tuvimos encuentros y desencuentros, siempre permanecimos unidas. Le di un disgusto cuando me negué a aprender latín. Déjala en paz… “, le dijeron nuestros padres.

Era una casa diferente de todas las que llegué a conocer entonces. Llena de libros, de cuadros y de objetos hechos por Papá. Conservo una mesa claveteada con la inscripción MC 1942, y algunos de los barcos que construía no sé en qué momentos. Un día, Mamá empapeló en nuestro cuarto con un diseño de frutillas un tanto mareante. Otro, como una pared les parecía vacía, Papá pintó el mapa de Madrid en la época de Cervantes con el poema de Machado, “Madrid, Madrid, que bien tu nombre suena…”).

 

Esas múltiples actividades ocurrían con organización familiar clásica, con horarios y obligaciones. La molicie era mal vista y a falta de otra actividad estaban los libros. O las novelas que escribía mi hermana, de capa y espada o policiales. Pena que años después en San Francisco nadie llamara a mi puerta para ofrecerme un pasaje para China como en El número 19.

La comida era sagrada y que nadie osara decir “no me gusta” o “no quiero más” para que Gori ponderara con un enfático “hay niños que pasan hambre y a los que les gustaría tener algo que comer”. Lo entendíamos pero de todos modos nunca fue difícil respetar la consigna porque somos de buen diente. En algunas ocasiones, Mamá contaba que durante la guerra odiaba las lentejas y prefería pasar hambre a comerlas. “Y fijaos que curioso, ahora me gustan”. Era un poco pajarera.

 

Pedir permiso requería estrategias variadas. En principio Mamá era más fácil, pero a veces salía con un “tu padre nunca lo va a permitir”. Pero en otras circunstancias también decía “tú pregunta, lo peor que te pueden decir es que no” y a la hora de ordenar el cuarto o el armario indicaba “de izquierda a derecha o de derecha a izquierda, como más rabia te dé”. Había que descifrarla. Y así fue como no le hice caso y conseguí que mi padre me autorizara, a los 15 años, a viajar con mi hermana y sus amigas a Bolivia, Peru y Chile, y dos años más tarde a participar en un campamento salvaje con mis compañeros de Ciencias Naturales en un lago perdido del sur de la Argentina, a dos días del pueblo más cercano. Dos viajes fundamentales en mi formación.

 

Gori, Mari Carmen, la Gora y un grupo de intelectuales arribaron a Buenos Aires en 1939, como refugiados, en el barco Massilia procedente de Francia.  La colonia española de Buenos Aires incluía muchos republicanos que llegaron en otros momentos o por otras vías y mantenían una intensa vida social. Encontraron una ciudad con apariencia europea, con teatros, cines, librerías, cafés y, mucho más importante, trabajo. Varias tertulias convivían en el café Berna. Además, había estrenos, homenajes, banquetes, actos antifascistas y reuniones políticas.

 

El grupo más cercano a mis padres se reunía semanalmente en casa de los Casona y los sábados venían a almorzar en la nuestra Paco Madrid e Hilda. Más tarde, Gori se reunía en la Confitería Real con Chas de Cruz, Schapire, Cañizares y otros amigos para salir a cenar. El domingo las tertulias eran en casa de los Alberti y en la nuestra. También estaban los grupos regionales con los que mis padres mantenían contacto y que se reunían en sus sedes: Casal de Catalunya, Centro Asturiano, Centro Gallego, etc.

Quedaba poco tiempo para dormir, y no recuerdo a mi padre hacerlo más de cuatro o cinco horas. Tampoco nos dejaba dormir después de las siete, independientemente de la hora a la que nos hubiéramos acostado: ¿No pensareis dormir hasta las nueve?, ¿Es que no tenéis ninguna obligación? 

 

Los domingos transcurrían tranquilamente. Se leía el diario y escuchábamos música en esos discos de 78 o 33 rpm. El Lago de los Cisnes, la Sinfonía Fantástica, las canciones francesas de Chevalier, Trenet o Piaf, alguna zarzuela. Poco a poco llegaban los amigos[2]. A cenar no se quedaban todos, pero nunca éramos menos de diez en torno de las paellas o fabadas que Mamá preparaba en una cocina minúscula, cotilleando con Sarita.

 

La conversación giraba animadamente alrededor de los últimos estrenos teatrales y cinematográficos y de los acontecimientos políticos del momento. Fruncían el ceño con la palabra Hiroshima, discutían sobre la NATO, Berlín, la guerra fría y más tarde la corrida espacial con Gagarin y la perrita Laika. En algún momento el tema fue la publicación de la revista Life con los guerrilleros cubanos en misa, que los dejó un tanto desconcertados. 

 

Franco parecía una pesadilla eterna y lo notable es que, en algún momento de la noche, como un disco rayado todos comenzaran a recordar circunstancias y detalles de la guerra. Brunete, el Ebro o Teruel. “Que si era un jueves… que no, que era un martes… que si Gerda Taro… que tú llegaste después…” Si bien lo encontrábamos repetitivo y no hacíamos mucho caso, años más tarde cuando la Gora, Hugo y yo en Paris vimos la exposición de La Valise Mexicaine con el testimonio de Capa, Taro y Chim el corazón nos dio un vuelco y buscamos en cada foto a nuestros amigos y sus recuerdos.   

 

2. CORRETEANDO POR EL BARRIO 

 

Los tranvías paraban en la esquina de casa. El 10 iba al centro, el 63 a la Boca y el 73 vaya una a saber. En frente vivían Martita y su familia en un cuarto anexo al taller donde trabajaba su padre, un polaco zapatero remendón. Era mi amiga, jugábamos a la rayuela y a la cuerda en la vereda, además de explorar la manzana y cotillear a los vecinos.

 

Por el lado de Lafinur, una pareja de ingleses criaba decenas de canarios y un perro manso llamado Boy. En la casa de mármol negro, Laura y Lucy, dos tucumanas hermosas, cuidaban de la señora y el niño, un abogado maduro. A veces nos dejaban jugar en el jardín, sin hacer mucho ruido. En frente, los dos gordos que pasaban el día entero sentados en la puerta del garaje. Casi al lado, el conventillo donde vivía Emilio, hijo de un santiagueño portero de un banco. 

 

Por el lado de Cabello, la mercería de los turcos competía con La Bolita de Nieve de Don Castro, establecido frente a la plaza Las Heras y, nada más ni nada menos que tío de Fidel. Gente menos interesante eran los corderitos, unos niños de pelo rizado; el Coqui y la Laura, hijos de un militar y las mellizas del quinto, de humor cambiante.

En esa misma cuadra, en 1977, mi padre me contó haber visto como sacaban de un coche a un joven y lo arrastraban hacia adentro de la casa de estilo Tudor, que según él podía ser un chupadero[3].

 

Paralela a Cabello, la calle Gutiérrez era el camino que seguíamos la Gora y yo para llegar a la casa de Aitana, en la calle las Heras. Un camino peligrosísimo, sembrado de cagadas caninas que siempre atribuí al perro de Futushá, una de mis tantas amigas imaginarias.

 

El almacén y bar era atendido por los Mondoñedo, unos gallegos así llamados por ser esa su tierra natal. Aunque uno de ellos – el fumenhostias - había luchado con los fascistas, era porque la guerra le había pillado del otro lado. Papá decía que lo habrían llevado a la fuerza cuando le tocó su quinta y no se le tenía rencor. 

 

Diarios y revistas eran cosa de Carmelo, un calabrés bajito y rechoncho que llevaba siempre una ramita de ruda, o tal vez de laurel, en la oreja. Cuadernos y útiles escolares se compraban en lo de Pucci, un italiano considerado carero de la calle Cerviño y con el que competía un quiosco en la calle Gutiérrez, que además vendía cigarrillos y era atendido por una mujer de pechuga notoria y admirada.

 

Los locos de la calle eran un capítulo aparte. El portero Nelson vaticinaba “la fin del mundo, se viene, niña”. Guido no hablaba y pasaba el día buscando algo perdido, tal vez uno de sus dedos, Vicente regalaba los árboles a todo aquel que le prometiera cuidarlos. Con el viento norte, Josefina, una mujer desgreñada a la que llamábamos simplemente la loca se ponía agresiva y salía gritando por las calles. Daba miedo, pero en el barrio se decía que había enloquecido cuando le fusilaron a su hijo en la Guerra (Civil, claro).

 

En las noches de verano se podía escuchar al hijo del portero que escupía a las canillas cuando se irritaba, o los vecinos que vociferaban llamando bruja a su madre, o puta a su hermana. Y también los bramidos del elefante y los rugidos del león.

El barrio era mi mundo y tal vez por eso tenga tan vívido el recuerdo de un día tomar el tranvía con mi abuela Trini[4] para ir hasta la Boca a comprar una sandía. Llegamos después de recorrer todo Buenos Aires; bajamos, compramos la sandía y regresamos en el mismo coche. El recorrido terminaba en el Zoológico pero el conductor “no faltaba más, señora” nos llevó abuela, niña y sandía sin pagar el boleto hasta la esquina de casa.

 

Añoro los plátanos de las calles de ese barrio cuyos límites eran el Botánico de un lado, el Zoológico y Plaza Italia del otro; y hacia el río, pasando la panadería Santa Elena, el bosque de Palermo donde los jardineros amontonaban y quemaban las hojas de los eucaliptos, desprendiendo un olor inolvidable que es el aroma de mi infancia.

 

Lo disfrutaba y exploraba como un territorio lleno de aventuras y peligros. Estuve a punto de caer en la jaula del león y caí de cabeza de lo alto del tobogán pequeño; corría para escapar del guardián del Botánico que tocaba el pito para impedirnos de recoger hojas para nuestro herbario; volví a casa llorando cuando me puse perdida en uno de los laguitos del Jardín y tengo las rodillas llenas de cicatrices.

 

Solía ir a jugar a Palermo con Anuncia, una señora gallega buenísima que trabajaba en nuestra casa y a la cual estaba muy apegada. Me tenía muchísima paciencia y creo que el único capricho que me negó fue salir a la calle con las trencitas que le hacía en el pelo. Un día, en el bosque de Palermo, debí haberme alejado más allá de lo convenido, y no la vi. La busqué y como no la encontré, paré a una señora que paseaba con su hija, les conté que estaba perdida y dándoles mis señas pedí que me llevaran a casa.

 

Cuando llegamos, mis padres y mi hermana estaban preocupadísimos y Anuncia lloraba desconsoladamente. Al verme, gritó “instrumentu, onde estabas… estropício” y me abrazó muy fuerte. No me retaron, porque a pesar de ser muy pequeña había sabido resolver la situación.

 

Lloré desconsoladamente cuando llegó de España Arturo, el marido de Anuncia, y mi llallita se fue a vivir con él. Mi hermana sostiene que hablé en gallego antes que en español. Puede ser. Cuando llegamos a Brasil, más de una vez Hugo me llamó la atención al oírme hablar, “Tonica, estás hablando en gallego, no en portugués…

 

3. TERCIOPELO AMARILLO 

 

Nos gustaba pintar “¿Por qué no les enseñas, Gori?” Porque eso no se enseña, si tienen afición ya aprenderán”. En realidad, ni su rutina de trabajo ni la nuestra del colegio nos dejaba mucho tiempo libre. Trabajador incansable, ya lo dije, dormía poco y se levantaba muy temprano. Nos preparaba el desayuno y lo tomaba siempre con nosotras.

 

Antes que bajáramos a esperar el ómnibus, Mamá se levantaba a peinarnos, una operación que culminaba con una dosis generosa de colonia de violetas. Bastaba entrar en el ómnibus del Collège Français, para que Monsieur Jean y Manuel, el chofer, comenzaran a quejarse del olor y pedían que Mamá no nos perfumara tanto porque se mareaban. Ella no se inmutaba “Esos franceses no entienden nada, una colonia inglesa buenísima, de Harrod’s…

 

Mamá cantaba unas historias muy bonitas y tristísimas que nos hacían llorar; recitaba poemas y nos contaba episodios de su infancia en un convento que hoy me parece salido de Galdós, de sus estudios de medicina frustrados por la guerra, de lo feliz que había sido como actriz de la Barraca y de la tragedia que fue el fusilamiento de Federico García Lorca por los fascistas.

Mis padres vivían al día, recordando el pasado y aceptando el presente.  A su llegada a Buenos Aires los fue a buscar al puerto Paco Madrid y los llevó a una pensión de la Avenida de Mayo que conocía por haberse alojado allí anteriormente. A seguir se fueron a vivir a una a un pequeño departamento en que la tabla de planchar cumplía también la función de estante para libros. Poco a poco la situación económica mejoró y se mudaron al barrio de Palermo, donde yo nací.

 

Mamá se hacía cargo de la administración de la casa y pagaba las cuentas. Nunca los escuchamos discutir por dinero. Cuando Mamá decía “Gori, que ya está quedando poco …”, él salía a “recorrer el espinel”. Volvía con un sobre, se lo entregaba, y hasta la próxima pesquería. Ninguno de los dos lo contaba.

 

A Papá no le interesaba el dinero. Nunca negoció un contrato y me pregunto si alguna vez entró en un banco, porque cuando en el 58, Gorita y Mamá se fueron a Europa y nos quedamos los dos en Buenos Aires, escondía el dinero en los libros. Así fue como tuvimos que desmontar una de las bibliotecas porque lo había cambiado de lugar y no recordaba donde.   

Con el tiempo, aunque Mamá se convirtiera en una empresaria de éxito, siguieron viviendo el presente. Y solo empezaron a pensar en el futuro cuando la enfermedad y los años comenzaron a pesar. Mamá consiguió su jubilación española, pero el caso de Papá era más difícil porque, como muchos otros, no había dejado muchos rastros de sus actividades durante la guerra al servicio de la República.

 

La consiguió gracias a varios testimonios y un diario de Toulouse que publicó una nota noticiando la prisión de Gregorio Muñoz y otros dos españoles – el hermano de Maite Bago y el Rucucu – por transportar un cargamento de armas. Y es que, al estar España dividida en dos por los fascistas, las armas salían de Cataluña, eran desviadas por Francia y entraban nuevamente en el País Vasco con la complicidad de los cheminots franceses. Lo hicieron varias veces hasta el tren ser detenido en Toulouse. 

Me gustaba mucho escuchar esas historias y también las de su infancia en una huerta idílica con sus árboles frutales y sus acequias. Contaba su tristeza cuando su padre Gregorio Muñoz Dueñas asumió la Dirección de la Escuela de Cerámica de Manises y la familia se trasladó de Benicalap a Manises. Todas las tardes subía a un punto alto del pueblo a mirar nostálgico a su querido Benicalap. Creo que ese fue su primer exilio.

 

Era valenciano por nacimiento y por voluntad. Contaba que cuando comenzó a frecuentar la escuela los otros niños lo miraban con desconfianza porque sabía hablar castellano. Al tercer día, después de liarse a golpes, se ganó además del respeto de los chiquets el derecho a robar fruta y bañarse en las acequias como un niño de la huerta.

 

A mi hermana y a mí nos daba risa cuando hablando de su tierra contaba que daba cuatro cosechas al año, porque nos parecía una exageración. Entonces nos regañaba, “os reís de vuestra propia ignorancia”. No imaginaba yo la emoción que tendría cuando en el 85, desde el tren de Madrid a Valencia vi la primera palmerita y las acequias.

 

Lo veo con su visera en su mesa de dibujo, cerca de la ventana por donde, en verano entraban las ramas de los plátanos de la calle. Desde el otro lado de la mesa se podía conversar sin interferencias. Siempre con un cigarrillo en el costado de la boca, fumaba no menos de 8 paquetes de cigarrillos Particulares Livianos al día. Hasta que tuvo un piripaque[5] y los médicos le mandaron parar. Distribuyó los paquetes que le quedaban en su mesa de dibujo bien a la vista y aunque se comió varios lápices no fumó ni uno más.

 

En sus dominios reinaban papeles, un frasco con agua, un trapito, tubos de pintura, lápices y pinceles. Nos dejaba usarlos, con tal que cerráramos los tubos y no gastáramos todo el azul cobalto. Posiblemente por haber escuchado a Mamá alguna tontería del tipo “el amarillo trae mala suerte”, le comenté que era el color que menos me gustaba. Sin levantar la vista y en tono neutro me respondió “pues fíjate, Toniqueta, que las últimas palabras de Van Gogh fueron ¡qué bonito es el amarillo!”.

 

Me faltó tiempo para pedirle a Mamá que me hiciera un vestido de terciopelo amarillo. “Ni hablar, que mal gusto el de esta niña, como se le ocurre algo tan feo…” Una mancha indeleble en mi prestigio hasta que, pasados los años, mi hermana me rehabilitara al regalarme una chaqueta de terciopelo amarillo, encontrada en Paris. Preciosa. Gracias, Gora. 

 

4. ME LLAMO ANTONIA 

 

A mi madre le gustaban otros nombres, como Mireya o Magali, pero a la hora de llegar al registro civil mi padre me puso Antonia, como su hermano preso en España. ¿Y qué más? No se le ocurrió nada mejor que María. De todos modos, tanto mi familia como mis amigos y mis alumnos siempre me llamaron Tonica o Tona. 

 

De los cuatro hermanos Muñoz Montoro, Antonio era el tercero. Luchó por la República, fue herido y cayó preso. Lo liberaron cuando ya estaba muy enfermo, probablemente con tuberculosis. Papá trató de traerlo a la Argentina, inclusive pidió ayuda de Evita, que le ofreció una ruta de fuga, intermediada por un cura de su confianza.

 

Antonio no quiso irse porque estaba enamorado y se casó en 1945. En la foto de bodas tiene un semblante tranquilo y bondadoso; su mujer, una joven muy bonita lleva un sombrero con un tul y un ramo de flores. Antonio murió poco tiempo después de su casamiento. Aunque Papá lo mencionaba siempre con mucha ternura, poco sabemos de él. Calculo que debía tener unos 28 años cuando estalló la guerra. ¿Cómo era? ¿Y a qué se dedicaba?

 

En aquella época, para irse a vivir en la Argentina era necesario ser reclamado por un familiar que ya estuviera instalado en el país. Así llegaron los primos Montoro, incluyendo la tía Rosario con sus seis hijos: Antoñita, los mellizos Manuel y Miguel, Ninón, Rosarito y Quinito. También llegó Paquita, la mujer de Manuel. Las chicas eran guapísimas, sobre todo Ninón con su pelo rubio dorado y enormes ojos verdes de pestañas negras. Los mellizos eran grandotes y parecían galanes de cine. Quinito era el más parecido a Papá.

 

Odiaban a Franco. Miguel ponía una mirada triste cuando sus hermanas contaban que le impidieron irse con Líster, cuando tenía 15 años. Todos lo habían pasado muy mal después de la guerra. Las chicas me contaron que tuvieron que limpiar y cocinar en cuarteles. “Uuy, no creas que éramos las únicas y cada vez que pasábamos cerca de la olla de la comida y no nos veían, todas escupíamos. ¡Vieras la espuma!” Quinito tuvo que barrer la iglesia y asistir a misa, como castigo por pertenecer a esa familia de rojos. 

 

Los primos eran ceramistas y se fueron a trabajar en una fábrica en Villa Lynch, que en esa época era bastante lejos. De tanto en tanto íbamos hasta allí a comer unas paellas maravillosas. Las tías engordaron, “que bastante hambre ya hemos pasado”. Milagritos y Manolita, las hijas de Manuel y Paquita eran unas niñas preciosas.

 

Tenían orgullo de ser guapos y aunque el ideal de belleza explícito de las tías era ser rubia y de ojos claros, nos querían porque Mamá y la Gora eran “morenas pero elegantes” y yo muy parecida a Rosarito. Se relacionaban con otros valencianos de Buenos Aires, como el tío Roch que tenía un quiosco de diarios y revistas y era el padre de la encantadora Pepa, que casó con Quinito. Participaban todos en las Fallas de Buenos Aires y durante varios años las mujeres fueron Fallera Mayor o Reina del Fuego. 

Papá hubiera querido que Quinito estudiase, pero funcionaban como un clan y la cerámica era su medio de vida. Eran unos artesanos fantásticos que dominaban las técnicas tradicionales, especialmente las primas, que sabían pintar con oro. Compraron una fábrica grande más cerca y llegaron a ganar dinero vendiendo unas jarras muy feas en forma de pingüino para bares y restaurantes. Guardo, hasta hoy, unas piezas preciosas y me arrepiento de no haber aprovechado y aprendido a trabajar el barro con ellos.

 

A partir del 76, cuando me fui definitivamente de la Argentina, Mamá me actualizaba sobre sus muertes y enfermedades. Entré en contacto con Quinito en 2006, cuando la primera exposición de escenografía de Papá organizada por el Museo del Cine de Buenos Aires. Quinito que ya no trabajaba, se dedicaba a la fotografía y era un admirador del trabajo de Sebastián Salgado.

Recordaba con la misma expresión admirativa de sus pocos años de entonces, la figura de Papá con traje de miliciano llegando para darle un beso a su madre antes de partir al frente de batalla.  También afloraron los otros recuerdos del sufrimiento del tío Vicente y Antonio, presos en condiciones terribles. Antonio había sido herido y llevaba un yeso, a los dos se los comían los piojos. Cada quince días, la tía Rosario y Quinito iban a verlos y llevarles algo de comida.

 

Sobre el tío Vicente, repito lo que Papá contaba. Cuando unos anarquistas amenazaron a las monjas del convento, Vicente organizó un grupo de protección en el cual incluyó a su sobrino Gori, para pasar algunas noches vigilando. Con gran indignación, Papá contaba que, en una provocación clara, “las muy … tocaban las campanas” para que se oyeran bien lejos. Y terminaba diciendo, “y al tío Vicente lo fusilaron porque no había bautizado a sus hijos”.

 

Antonio murió a poco de salir de la cárcel. Contaban las primas que mucha gente fue a su entierro. “Uuy… chica, comenzó a aparecer gente, y no sabes, el entierro se llenó de pordioseros”. Eran los sobrevivientes que habían combatido a su lado. 

 

5. IDEOLOGÍAS 

 

Mamá era socialista y Papá comunista. Aunque los acontecimientos en la Unión Soviética fueran acompañados de cerca, no les cuadraba demasiado la rigidez partidaria y ambos tenían un sentido aguzado del humor y de lo absurdo.

 

El retrato de Stalin colocado estratégicamente en lo alto de una escalera de la Embajada Soviética pareciendo observarlo todo, era motivo de comentarios jocosos de Papá.  Invitados a una conmemoración de la Revolución de Octubre, conocieron a un funcionario de la embajada que sabía mucho de literatura española y hablaba el idioma estupendamente. Frente a la admiración femenina por el tal Miguelito, Papá se mosqueó y riendo les dijo “Miguelito, es que ni siquiera se debe llamar Miguelito y vosotras descuidaos que ese debe ser el KGB”. No se habló más del asunto.

 

Con relación a Stalin, Papá lamentaba profundamente el pacto Germano-Soviético, “el día más triste de mi vida”, y veía con desconfianza la represión en Checoeslovaquia y Hungría. Aunque con el pasar el tiempo tomara alguna distancia, siempre se mantuvo firme en sus convicciones básicas, inclusive en sus últimos días, cuando al ser indagado por un joven periodista sobre sus ideas políticas, siempre bromista, se declaró liberal parkinsoniano.

 

La muerte de Stalin causó una conmoción extraordinaria entre los nocturnos. ¿Qué iría a pasar? ¿Quién lo substituiría? Una inquietud común en varios lugares del mundo. Años más tarde en un kibutz de Galilea, una de sus habitantes me contó que habían vivido ese acontecimiento de manera semejante, con el mismo sentimiento de luto y desasosiego.

Después de una retahíla de nombres difíciles llegó Kruschev. Su visita a Hollywood y la sesión de la ONU con el zapatazo fueron muy comentadas. Mamá comentaba con voz meliflua “parece un payasito” y Papá retrucaba con voz atronadora “tú lo has dicho, un payasito”.

 

Junto con Brunete y la Guerra Fría, esos acontecimientos constituyeron una realidad paralela a la que se vivía en mi vida cotidiana del colegio francés y del país. Crecí teniendo la guerra de España y su derrota como referente político y social, en un país en que las mismas fuerzas reaccionarias y clericales iban aumentando su influencia.

 

El sueño de volver a España se hizo cada vez más lejano. Algunos decidieron volver, cosa que mis padres aceptaron como siendo una decisión personal y nunca toleraron que en su presencia se les hicieran críticas. Los exilados republicanos que se quedaron en la Argentina fueron adaptándose parcial y dificultosamente al país y a su idiosincrasia.

 

Fuimos creciendo interesadas en los movimientos sociales a nuestro alrededor. Papá siempre fiel a sus ideas y a su trayectoria política más de una vez cortó las conversaciones familiares con dos comentarios, uno asertivo “con Pepe, esto nunca hubiera pasado” y otro muy teatral que a las dos hermanas nos daba mucha risa “lo peor que me podría pasar en la vida es tener una hija trotskista”.  

 

En relación con sus trabajos para el cine, nunca rechazó una oferta de trabajo, pero prefería las producciones que tuvieran un sentido social, como las dirigidas por Hugo del Carril, Mario Soffici, y Lucas Demare, entre otros. Le hubiera gustado saber que una copia remasterizada de Sangre Negra, de Pierre Chenal, le fue ofrecida a Obama en su visita a Buenos Aires.

Durante el ensayo del espectáculo del Cotton Club, un telón con una sandía sacó de quicio a Cab Calloway. Papá ignoraba que esa imagen era  insultante para un afroamericano y tuvo que apelar a su trayectoria de republicano combatiente de la guerra de España para convencerlo de que se trataba de un error por ignorancia y no por racismo. El incidente, que lo conmovió profundamente, se resolvió substituyendo el decorado y aclarado el asunto, los dos se fueron de copas.

 

Las carpetas de viajes son paralelas a filmaciones en exteriores en Argentina o en otros países como Brasil, Chile, Estados Unidos o Perú. Esos viajes le hacían muchísima ilusión y  siempre volvía con miles de dibujos, anécdotas y regalos sorprendentes, como un disco de Elvis Presley al que yo no conocía todavía.   

 

Después de más de veinte años en la Argentina y una participación destacadísima en el cine y el teatro, siendo jurado de un concurso de becas del Fondo Nacional de las Artes, Papá recibió del ministro de Educación[6], un sobre con el currículo de una candidata y su tarjeta personal. Ni corto ni perezoso, rasgó en dos pedazos la tarjeta, agregó la suya y orgullosamente se las envió al ministro, anexadas al currículo. Nunca más lo nombraron jurado de nada, pero no le importó. “Más se perdió en la guerra”.

 

6. SIN FE, CON LEY 

 

¡Então, você é pagã![7] Me dijo admirativamente una amiga brasileña cuando le supo que yo no estaba bautizada. Recordé entonces que en L’Enfant Gâté se vendían unas camisitas de seda para recién nacidos y que se las llamaba camisita de pagano. En la tradición portuguesa como en la española los niños eran – o son, no sé - paganos hasta su bautizo.

 

Mi padre contaba que de pequeño lo mandaron a un parvulario, y que el primer día una monja le dio un reglazo por estar portándose mal. Escapó corriendo rumbo a casa y al ver que tenía un poco de sangre en la cabeza, su madre y su abuela salieron como un rayo a pelearse con las monjas al grito de “¡Carlistes!”.Sus historias de carlistas e isabelinos eran mucho más divertidas que las de Mamá sobre el triste convento donde había estudiado de pequeña. A ella tampoco le gustaban las monjas.  

 

En el colegio, de acuerdo con la ley argentina, había una clase de religión, pero era optativa y por lo tanto fuera del horario normal. En algún momento se tornó obligatoria y hubo que optar entre asistir al curso de Religión o al de Moral. Los inscritos en Moral tuvimos una primera y aburridísima clase en que nos dijeron que las tres virtudes principales eran Fe, Esperanza y Caridad. Bueno.

 

No hubo segunda clase y nos mandaron a jugar al patio. En algún momento mis compañeros me preguntaron “che Muñoz, ¿vos también sos judía?”. Lo pregunté durante la cena y mi padre respondió que no, pero que existían diferentes religiones y que cuando fuera mayor de edad yo decidiría libremente si quería tener una religión o no.

Papá suponía que teníamos una ascendencia judía por la línea de los Montoro. Años más tarde hice una indagación en el Museo del Holocausto en Tel Aviv donde me informaron que ese apellido remontaba al siglo XV en la persona del poeta converso Antón de Montoro.

 

Tendría 9 o 10 años cuando encontré en casa un libro titulado Cartas a mi muñeca. Era nada más y nada menos que el diario de Ana Frank, texto que me impresionó muchísimo porque esa historia era de una niña como mi amiga Dany. A raíz de la lectura del diario de Ana Frank, mis padres consideraron que era el momento de explicarme lo ocurrido con judíos, prisioneros políticos, gitanos etc. Si bien ya había oído hablar de campos de concentración, la maldad y la perversidad de los campos de exterminio de Hitler no tenía comparación. Sentí la misma congoja cuando muchísimos años después otra amiga nos contó, a Hugo y a mí, que había pasado parte de su infancia escondida en un armario.

 

En la misma época los Prados se fueron a Chile, donde Jesús ocuparía un cargo importante en la CEPAL. Nos separamos con tristeza de Rafael y Ana María, nuestros compañeros de juegos, pero los volvimos a encontrar en enero del 54, cuando Jesús y María del Carmen decidieron volver a España. Para eso, había que bautizarlos.

 

¿Quién lo iba a hacer? Mamá y Agustín Nogués consiguieron convencer a un cura, pero para los chicos no fue fácil, sobre todo para Ana María a la que no le daba la gana de aprenderse el Ave María y el Padre Nuestro. Prefería irse conmigo a dar vueltas en los caballitos y chanchitos de la calesita del Zoológico y comernos unos helados Laponia de crema con frutillas congeladas. Yo la ayudaba tomándole la lección, pero como también me aburría, solo aprendí las primeras frases. Íbamos a unas piletas con Rafael, Gorita, Tito y Carmencita Nogués. Nos reíamos mucho con Ana María que era muy graciosa, hablaba en chileno y llamaba a los chicos de cabros; pero las rezas, ni hablar, que no quería y no le entraban.

 

Llegó el día y finalmente los bautizaron. Ana María dormía en casa, llegó tarde y yo ya estaba acostada. Cuando antes de dormirnos le pregunté “Ana, ¿Qué tal?”, dio media vuelta y no quiso hablar del asunto. Fue un episodio traumatizante.

Ha pasado el tiempo y sigo pagana. Me emociono con el significado que tienen para mi la casa de Darwin, el museo Pasteur o la Piazza di Fiori. Aprecio tanto la belleza de la Sainte-Chapelle como la de las sinagogas de Toledo o la mezquita de Omar y me encantan las leyendas de los orixas.  

 

Respeto los sentimientos ajenos y comparezco a ceremonias religiosas cuando es inevitable  pero, lamento ver crecer el oscurantismo con su rastro de ignorancia, y a veces me pregunto si aquellos republicanos de mi infancia no tenían razón al decir que la religión es el opio de los pueblos. 

 

7. EL ALA DE LA MARIPOSA 

 

Tiene que estar en algún cajón. La foto muestra dos hombres en la cubierta de un barco que lleva el nombre de Ártabro. Tienen aproximadamente treinta años, sonríen y visten unos monos blancos. Se preparan para la expedición comandada por el Capitán Iglesias que durante cuatro años navegaría buscando el origen del Amazonas y el Casiquiare de Humboldt para salir por el Orinoco. Uno de los hombres es Guillermo Zúñiga, naturalista, y el otro Gori Muñoz, dibujante.

 

Pero corre el año 35 (o el 36) y no partirán al Amazonas sino a la guerra. El Ártabro, especialmente construido para esa expedición, acabará hundido. Finalizada la lucha, los dos hombres se encuentran fugazmente en Paris y más tarde en Buenos Aires. Ambos tienen familia, pero la de Guillermo quedó en España y sólo podrá reunirse con ella después de varios años.

Guillermo era uno de los amigos que frecuentaban las tertulias de los domingos de nuestro departamento en el barrio de Palermo. Un hombre tranquilo, amable y reflexivo que no se enzarzaba en las discusiones habituales sobre los hechos de la guerra.

 

Un domingo nos trajo un microscopio pequeñito, que conservo como mi rosebud. Recuerdo mi sorpresa con la existencia de formas de vida en el agua podrida del Botánico y me deslumbré con la forma y el color de las escamas del ala de una mariposa. Siempre le agradeceré por haberme mostrado ese mundo infinitamente pequeño.  

 

Zúñiga trabajaba también en el área de producción cinematográfica. Cuando llegó Teresa se fueron a vivir a una casa en Bella Vista, cerca de los estudios San Miguel. Mantenía en la penumbra una colmena de vidrio donde filmaba la vida de las abejas. Una maravilla a la cual sólo se podía acercarme acompañada y con mucho cuidado.

 

Un día Papá nos llevó a mi hermana y a mí a Bella Vista. El programa era jugar y almorzar en casa de Guillermo y Teresa y más tarde asistir a la filmación de La Quintrala una película de Hugo del Carril que tuvo un grande desafío técnico en la filmación del terremoto. Papá preparó una maqueta en miniatura de la ciudad y su destrucción, alternada con escenas de gente huyendo les dio a esas escenas un realismo extraordinario.

 

En el estudio San Miguel conocimos a Hugo del Carril y a Ana María Lynch, tan deslumbrante para mis pocos años que quedé literalmente boquiabierta. Parecía brillar. Fue muy simpática conmigo, nos hicimos amigas y acabé dedicándole unos pasos de baile.  Aunque no tan compleja como debió ser la escena del terremoto, la filmación se complicó. Se trataba de un sueño en el que la actriz aparecía envuelta en velos y brumas. Cómo los ventiladores no creaban el efecto onírico deseado por el realizador y la estrella estaba resfriada, la escena tuvo que repetirse varias veces y todos empezaron a ponerse nerviosos.

 

Comenzaba a aburrirme cuando apareció en el estudio otro compañero de exilio, mi padrino José Cañizares que con una maquinita nos enseñó a empalmar las tiras descartadas de película. Resultó muy divertido, aunque la pegatina fuera espantosa.

Teresa y Guillermo consiguieron reunirse con su hija Maritere y al poco tiempo regresaron a España. En el ambiente republicano del exilio, no faltó alguno que considerara la vuelta a España como siendo una traición, pero en nuestra casa nunca se criticó a nadie por tomar esa decisión. Papá consideraba que irse o quedarse era una cuestión personal y que cada uno sabía de sí.  

Los volví a ver en Madrid, en el 65. Teresa siempre cariñosa, Mari-Tere dividida entre sus niños y la computación y Guillermo festejando con un orgullo muy merecido el haber sido nombrado presidente de la Asociación del Cine Científico. Acababa de terminar un corto metraje interesantísimo sobre el cultivo del mejillón.

 

Siempre me pregunté cuanto de fantasía y cuanto de realidad había en esa historia del Ártabro y la expedición al Amazonas. Pero en 2008, en uno de esos pocos momentos que la televisión española socialista no dedicaba a la Duquesa de Alba, las princesas, los toreros y las modelos, asistí a un documental sensacional. Contaba la historia de un emigrante gallego que se internó en Amazonía transformándose en una autoridad sobre varias tribus y gobernando un territorio localizado entre el Brasil y el Perú. Decía también que el Capitán Iglesias llegó a pedir y obtener su autorización para remontar el río con el Ártabro…

 

8. ES ASÍ O YO ESTOY LOCO 

 

Doy vueltas y más vueltas a esta crónica sobre Javier Farias, uno de mis queridos tíos de adopción. Salía de nuestra casa un domingo, con Maruja, Dolorines y Agustín, cuando al cruzar intempestivamente la avenida Las Heras sin mirar a ambos lados fue atropellado por un coche.

 

Farias era un personaje muy querido y apreciado por todos. Discreto, nunca le oí hablar mal de nadie. Filosóficamente enfrentaba la vida con un “todo es peorable”. Dueño de una lógica implacable y un profundo sentido del absurdo, sus comentarios rápidos, agudos y acertados eran ocurrencias que no humillaban a nadie. Diferente del humor extrovertido e iconoclasta de Paco Madrid, del ferino de Eduardo Borrás y del de Papá, a veces muy pesado. 

 

También nos enseñaba canciones no convencionales, como la de “Pero se murió la Paca”, en ritmo de peteneras, la historia ejemplar del “Chiquitín” o una réplica anticlerical del “Adiós Ninón…”, involucrando al Papa y sus cardenales. Canciones con las que todavía nos reímos[8].   Contaba también algunas historias disparatadas, como la del armario de su abuela en Gijón. Un día de mucho calor, al apoyarse su primo en dicho armario, se le hundió un dedo en una capa de betún negro que, al ser removida reveló el color blanco original. No le creímos del todo y menos aun cuando contaba que, siempre con sus primos, Javier Marquez y el Oslito, fueron de noche a la vía del tren y oyeron al diablo decir “Fuuuu”.

 

Como Papá Noel substituto de Poroto fue un desastre. Llegó tarde, saltarín, con varias copas y de excelente humor a la fiesta en casa de los Prados, que todavía vivían en Buenos Aires.  “¿Qué tiene en la barba?” “Son heridas del frío”, dijeron las madres al unísono. “Pues a nosotras nos pareció cinta durex” insistí, con el apoyo incondicional de Ana María “que sí, que sí que lo hemos visto”. Los mayores, o sea Tito, Rafael, Gorita y Carmencita, observaron que Farias era el único que no estaba en la sala cuando llegó el Papá Noel. Muy criticado por las madres por haber desempeñado tan mal su papel, Farias no se inmutó “Pero si es que algún día esos niños tenían que darse cuenta”. Una afirmación indiscutible.

 

Veraneaba en Mar del Plata y frecuentaba diariamente el Casino en compañía de algunos amigos del ambiente artístico. Nos enviaba siempre una caja de alfajores Havanna, de tamaño variable en función de sus pérdidas y ganancias. ¿Cómo olvidar el famoso traje a cuadros que suscitó tantas bromas? Las soportaba bien, explicando con mucha calma que el sastre le había mostrado una muestra muy pequeña en que solo aparecía parte del diseño. No usaba más el traje entero, pero a veces se ponía la chaqueta. Nunca para entrar al Casino porque los amigos decían que les traía mala suerte. Años después, en una boutique de Ipanema, no resistí a una chaqueta a cuadros muy parecida y la compré en su homenaje.

 

¿Y esa especie de portafolio en que Papá sospechaba que Farias metía de contrabando algunos de sus libros? O la indignación de Mamá cuando descubrió que había ramplado con unas miniaturas de botellas de su colección para regalárselas a alguien…

Tenía salidas perfectas, como aquella en casa de los Alberti cuando al retirar Rebeca, una mujer inolvidable de la estantería, esta se desmoronó encima de mí junto con un centenar de libros. Aitana y la Gora quedaron estupefactas ante el desastre y cuando yo estaba juntando fuerzas para llorar desconsoladamente, apareció Farias con su eterna pipa y en tono de aprobación me dijo “Tonica, si te ha llovido cultura”. A las tres nos dio un ataque de risa.

 

Javier Farias había sido delegado de las Misiones Pedagógicas, estuvo en Argelès-sur-Mer y llegó a Buenos Aires en el Massilia. Mamá creía que había sido del POUM. En la Argentina, fue secretario de la revista Correo Literario e inició, con Álvaro Osorio, un proyecto cultural llamado La Carreta de libros en que hacían giras, en una furgoneta adaptada, por pueblos y ciudades del interior vendiendo libros suministrados por Losada. El proyecto fracasó en consecuencia del desabastecimiento de nafta debido a la Segunda Guerra Mundial.  

 

Vivió hasta su muerte en una pensión de la Avenida de Mayo, querido por sus amigos, leyendo, escribiendo y manteniendo una vida cultural intensa.  No dispensaba un estreno teatral, la presentación de una compañía extranjera, un concierto, un balé o las películas del momento. Sobre el trabajo, su filosofía era clara, “Nunca trabajes más que por lo que te paguen; eso es malísimo”. Sabio consejo que nunca seguí.

 

No faltaba a las reuniones de los viernes de los Casona, a las de las tardes de Domingo de los Alberti o a las nocturnas en nuestra casa. Como Paredes, siempre dispuesto a encarar lo que hubiera, una paella, una empanada gallega, un cocido, una tortilla o una fabada. Querido y apreciado por todos, siempre manteniéndose en el límite del absurdo, su argumentación final en las mil y una discusiones era “esto es así ¿o yo estoy loco?

 

De las adaptaciones que hizo para la televisión, una de las más criticadas fue la del Quijote que duraba escasa media hora. Se cuenta que, al despotricar Paredes contra ese sacrilegio, le dijeron “No lo critiques tanto, que Farias es tu amigo”. “¡Más amigo es Cervantes!” Pobre Paredes, otro habitué de los Domingos, que durante mucho tiempo tuvo que aguantar que le preguntaran ¿Cómo está Miguel? Y es que Farias consideraba que la televisión no llegaría nunca a ser buena porque era virtualmente imposible realizar trabajos de calidad con tantas horas diarias de emisión. No presintió que al multiplicarse los canales y abrirse un enorme mercado de trabajo eso podría mudar.

 

Coincidimos en Madrid en el año nuevo de 1965. María del Carmen[9] me avisó de entrada, “no irás al Valle de los Caídos, que Rafael te lleve al Escorial” y como había llegado también la Gora “tenéis que ir a la Sainte Chapelle que es el bombón de Paris”.  Después de la cena de Noche Vieja en casa de María del Carmen y Jesús Prados, salimos Farias, Rafael, Ana María, Gorita y yo a ver bajar la bola del reloj de la Puerta del Sol, con una mezcla de rabia y emoción en aquella España que no era la que celebrábamos en Buenos Aires cuando entonábamos el ejército del Ebro.

 

Días después Farias me llevó a visitar el Palacio Real, que ninguno de los dos conocía. No recuerdo nada de la visita en sí, porque Javier comenzó a hacer unos comentarios tan disparatados y falsamente ingenuos que el guía se retorcía de risa sin conseguir retomar el hilo de su discurso. Javier acabó conduciendo la visita con maestría. A su manera, claro… sin perdonar un rey o una infanta. A la salida, se lo comenté. “Estuvo divertidísimo, pero al guía y a los visitantes les chafaste la visita”.

 

Me miró pícaramente “Vámonos a beber una manzanilla, Tona”.

 

9. LA CASA DE LA CALLE LAS HERAS

 

Era una casa vieja, en la calle Las Heras entre Ugarteche y Canning. Allí vivían Aitana y sus padres, María Teresa León y Rafael Alberti. El salón daba a la calle y un pasillo muy largo llevaba a los dormitorios, al estudio de Rafael y al jardín.  

Rafael y María Teresa eran muy amigos de mis padres a los que estaban unidos por lazos de cariño, admiración y militancia política. Escuchando un día a María Teresa contar anécdotas de un viaje a la URSS, Papá comentó “pues mira, a mí me hubiera gustado mucho conocer la URSS”. La réplica fue inmediata y dicha con un tono especialísimo de complicidad “Gori, pero si tu no vas porque no quieres…”

 

En la casa de los Alberti, las tertulias del Domingo eran en la sala, de modo que el resto de la casa era nuestro. Nuestro es un decir, porque en el pasillo reinaba la Muki como un cancerbero, obstruyendo el camino al baño. Diminuta y con pelos de todos los colores, emitía ladridos furiosos y agudísimos. Aunque Santiago Ontañón la confundió con un almohadón al verla dormida en un sofá y se le sentó encima, la perrita sobrevivió. 

 

En el jardín crecían unas hierbas que parecían un almohadón y un árbol de seiva blanca, al que llamábamos el árbol de la leche y era una Estrella Federal. Separada por una medianera estaba una casa abandonada, a la que llegamos a invadir superando un miedo tremendo. No tuvimos suerte porque al salir a una terraza, María Teresa y Rafael, que estaban en el jardín, nos vieron, nos mandaron volver y nos retaron muchísimo.    

 

Cuando Gorita tenía nueve años, Aitana siete y yo cuatro nos reuníamos a veces en cualquiera de las dos casas. Algunos juegos requerían cierta inventiva, como el de la señora delicadita que no podía hacer nada y había que cargarla de un lado a otro, o el del odioso señor Toto Totudo del que nos vengábamos no sé de qué con infinitas maldades. También llegamos a vender en el Botánico algún frasco de Bálsamo Ferrero, una mezcla milagrosa de las cremas y colonias de María Teresa. Como yo lo bebía a modo de propaganda, tuve una intoxicación feroz que me dejó de cama. A veces nos poníamos las tres el brazo izquierdo en cabestrillo para ir a comer helados en la Santa Paula. 

 

También nos gustaba teatralizar cuentos y disfrazarnos. Además de muchos collares, en la cómoda de María Teresa había una foto donde se la veía vestida de miliciana y rodeada de soldados, en otra estaba bellísima con sus trenzas rubias. Cada tanto aparecía para ver qué hacíamos; la recuerdo un día en que con su tono de voz inconfundible nos dijo “Venid niñas a saludar, que ha llegado Miguel Angel” llevándonos a la sala donde un señor con rasgos marcados nos miró con cara seria mientras su esposa nos hablaba afectuosamente. Por allí pasaban Asturias, Nicolás Guillén y tantos otros…

 

Pero a nosotras lo que nos interesaba era jugar. Teníamos nuestras preferencias, a Gorita le gustaban los roles de malvados porque eran los más divertidos. Aitana prefería los de príncipes o princesas, bonitos y buenos. Yo sólo participaba si me aseguraban que sería la más pequeña, la más bonita y la que sabía todas las cosas. Esta última era para mí una condición indispensable de sobrevivencia entre niñas mayores. 

 

Cada juego exigía una larga negociación, no siempre bien sucedida. Por ser la menor a veces me quedaba con poca participación o quieta durante mucho tiempo. Un día me enfurecí y gambeteando a la temible Muki me presenté en el salón llorando a gritos. “Tonica, que te pasa, por que lloras” me preguntó cariñosamente Rafael. “Porque no quiero ser Helena de Troya” “Y por qué?” “Porque es un papel muy poco importante”. La carcajada fue general y como los comentarios de los adultos me mosqueaban, Rafael me prometió un poema. “No llores, Tonica, que te voy a hacer un poema, niña, si te pareces a un botijito… que te voy a hacer un poema a un botijito“.

 

Pasaron los años y siempre que me veía, Rafael recordaba su promesa. Hasta un día en que al encontrarme exclamó “Tonica, que ya no te puedo hacer el poema a un botijito, que has crecido mucho, estás hecha un ánfora”. Y así fue como un día de diciembre del 58, María Teresa me llamó para almorzar con ellos, que entonces vivían en un departamento de la calle Pueyrredón. No puedo describir la sorpresa y emoción que tuve al recibir la Adivinanza de la Tonica, encuadernada, con un dibujo precioso y la siguiente dedicatoria: “Para mi queridísima Tonica, su tío y admirador Rafael Alberti”

 

Adivinanza de la Tonica

 

Que será, que no será,

que no es blanco de azahar,

ni es almendra ni azucena,

ni es pez ni espuma de mar?

 

Que será que no será,

que no es jazmín ni azucena?

 

Alcarraza valenciana,

porosa gracia morena,

agua de huerto hortelana,

de sol y de luna llena.

 

Crecimos. Aitana y mi hermana estudiaban Antropología, yo Biología. Pasamos juntas algunas noches en blanco, estudiando para los exámenes de la Universidad. La Argentina entró en el período de los golpes de estado azules vs colorados. En esos años, los Alberti viajaron mucho, a China, a los 80 años de Picasso… Nos encontrábamos en vernissages y estrenos…  

Derrocado Frondizi y durante el gobierno de Guido, la policía fue a buscar a Rafael a su casa. Los Alberti no estaban en casa sino en Castelar, pero a Miguel Ángel Asturias también lo fueron a buscar, lo encontraron y lo llevaron detenido. Tristes tiempos aquellos.

 

Poco después los Alberti partirían para Italia. Antes se organizó, en un teatro del centro de la ciudad, un acto para desagraviar y homenajear al poeta. La policía rodeó la manzana y hasta último momento no se sabía si ese acto llegaría a realizarse. Dos horas antes, Papá, como integrante de La Comisión Organizadora y figura pública conocida, asumió la responsabilidad del acontecimiento diciendo al comisario que no se trataba de un acto comunista sino de un evento estrictamente literario y sin connotaciones políticas. Papá lo contaba riéndose porque aunque la manzana estuviera rodeada por policía a caballo y carros de asalto, el acto fue autorizado. El teatro rebosaba de gente y el homenaje se transformó en un acto político muy emocionante puesto que todos sentíamos con preocupación el avance de la represión y la llegada de tiempos difíciles.

 

Volví a ver a los Alberti en Italia, en el 65. María Teresa salía poco, la Muki había sido substituida por la Babuska, una perra más tranquila pero que me comió un corpiño. Tuve el privilegio de pasear con Aitana y Rafael por Campo di Fiori y oírlo conversar con los feriantes; de asistir a una conversación entre Rafael, Miguel Ángel Asturias y Ciro Alegría, y también de oírle inventar poemas como quien respira. Hasta cuando nos retaba a Aitana y a mí por llegar tarde: “Niñas idiotas, niñas cretinas” y reventábamos de risa.

 

En el 83 almorzamos con Rafael en Madrid, en casa de María del Carmen. Ya no vivía María Teresa y Aitana creo que estaba en Cuba. Al verme se echó a reír y como si fuera niña otra vez me dijo “Tonica, pero que has hecho, si te has cortado el pelo y pareces un chico…” 

 

10. SACATE EL SACO, SI SOS COBARDE… 

 

Era el grito de guerra de Alejandro Casona cuando nos encontrábamos en la calle, en un teatro o en Punta del Este. Supongo que la frase es de la película de Dany Kaye, El lechero, que nos había encantado, pero no estoy muy segura. De sus obras de teatro mis preferidas fueron Los árboles mueren de pie y La barca sin pescador, también leí incontables veces los cuentos de Flor de leyendas en un ejemplar que conservo con ilustraciones de Papá. 

 

Aunque lo veíamos con frecuencia, el contacto era mayor con su esposa Rosalía y su hija Martita. El punto de reunión era el inmenso local de Uruguay 1079, donde ambas familias llevaban adelante un negocio de decoración, ropas y muebles infantiles llamado A l’Enfant Gâté. Mamá creaba los modelos y conducía el taller con ayuda de Martita, Rosalía llevaba las cuentas y Papá pintaba pajaritas en los muebles que construía y pintaba Anselmo, el carpintero.

 

Una vez por semana íbamos a la clase de baile español de Pitusa y Consuelo Marmolejo. Mamá nos pasaba a buscar a la salida y nos llevaba a la tienda donde, cansadas de tanta jota y petenera, aguardábamos la hora del cierre para volver todos juntos a casa. Me gustaba quedarme conversando con Rosalía, “Claro, es que ha sido maestra” decía Mamá con una puntita de celos. La Ropi tenía un pasado de Misiones Pedagógicas y sabía llevar adelante la conversación con una niña.  

 

Los viernes había cena en casa de los Casona. Aunque los niños nos quedábamos en casa, sé que participaban, entre otros, los Cuatrecasas, los Rocamora, los Bautista, Paco Madrid y mis padres. También había otros convidados de paso por Buenos Aires, como Aram Katchaturian, el compositor armenio. Mamá contaba muy divertida que después del café, cuando el maestro se sentó al piano, bastaron los primeros acordes para que su mujer cayera en un sueño profundo. 

 

Rosalía tenía dolores de cabeza terribles. Los adultos decían que era porque Alejandro jugaba mucho al póquer y, además, bajando el tono de voz, por aquello de la sorda. Pensaban que no entenderíamos, pero hasta las piedras sabían que Alejandro mantenía una relación extraconyugal con la actriz Blanca Tapia.

 

Ya adolescente, al bajar del colectivo con Mamá y mi hermana rumbo a un estreno, lo vi pasar a Alejandro. Solté el grito de guerra en plena Corrientes, me acerqué a él y seguimos conversando los metros que faltaban hasta el teatro. Mamá, que se había quedado rezagada con Gorita, me puso verde. “¿Serás tonta? ¿No viste que estaba con la sorda?”Pero si estaba al lado, ¿Cómo no lo iba a saludar?” “Pues si está con la sorda tú haces como que no lo has visto” “¡Y cómo voy a saber yo que está con la sorda si no la conozco!” Eran situaciones complicadas para los amigos.

 

Martita Casona y su amiga Carmen Venegas eran bastante mayores que nosotras. Las admirábamos porque eran guapas, elegantísimas y bailaban muy bien. Eran muy modernas y en la playa usaban dos piezas, Marta floreado y Carmencita blanco, una novedad. Pero al mismo tiempo tenían sus timideces. Recuerdo que en Punta del Este vimos a Gérard Philipe caminando en la playa y me mandaron a pedirle un autógrafo. “Tú vas y le pides por favor un autógrafo” “¿Por qué yo?” “Porque hablas francés”. Por cierto que me lo dio muy amablemente. 

 

Otro día nos encontraron a Gorita y a mí sentadas en la plaza del faro, cerca de los cines. “¿Que hacéis aquí, niñas? ¿Que os pasa?”Es que nos han mandado a buscar unos zapatos y no sabemos cómo saludar, si diciendo: Buenos días buen hombre; buenos días, señor zapatero o buenos días”. “Vaya niñas, que con buenos días basta”.

Alejandro, Rosalía y Marta regresaron a España en el 63. Blanca también, pero murió en seguida. Meses después en Madrid, pasamos con Gorita, Rafael y Ana María Prados por el café Gijón y allí encontramos a Alejandro. El grito de guerra sonó triste. “Es que se me ha roto el corazón”, nos dijo. 

 

El tono me llamó la atención. “¡Claro, si es que ha tenido un ataque al corazón!” dijeron Rafael y Ana María. A mí no me pareció que fuera por eso, y creo que se refería simbólicamente a la muerte de Blanca. También a Rosalía la encontré más triste. Y en los dos años siguientes murieron Alejandro, ella y Martita.  La seguidilla nos dejó una impresión extraña, como si la familia hubiera vuelto a España a morir.

 

Como en una obra de Casona.

 

 

11. SE HA ROTO EL BOTIJO 

 

José Cañizares Fernández figura como testigo de mi nacimiento y para todos los fines era mi padrino. Lo llamábamos Pepe y también Poroto, supongo que por ser bajito y regordete. Excelente fotógrafo, también trabajaba en el cine. En los cumpleaños traía un proyector para pasar las películas de Carlitos, única manera de calmar las fieras. En las Navidades se disfrazaba de Papá Noel transmitiéndonos las recomendaciones maternas: Que no te pelees con tu hermana, que seas obediente, que estudies más etc. Lo hacía muy bien y nunca lo descubrimos.

 

Estaba casado con la escultora Sara Cobresman, a quien había conocido en Totoral en casa de los Aráoz Alfaro. No tuvieron hijos y nos adoptaron a todos como sobrinos. Vivían en Castelli 89 y aún puedo recordar la disposición del piso, las milanesas de Sarita y el mini laboratorio de Poroto donde no se podía entrar. Allí, Sarita esculpió un busto precioso de mi hermana Gorita con el que ganó un Premio Nacional de Escultura. Fue una pena que abandonara su trabajo artístico.

 

Sarita solía quejarse mucho de Pepe y aunque Mamá siempre trataba de apaciguarla no era nada fácil: No Maria Carmen, porque tú no sabes…” Aunque a veces se ponía un poco pesada era buenísima y nos llevaba con Pepe a la pileta del club Obras Sanitarias. También nos llevaban al cine y al circo, donde les di un susto porque me dio una pataleta y tuve convulsiones del terror de ver pegarse a los payasos. Hasta el día de hoy me desagradan, solo me gustan los trapecistas.

 

Nos quedamos muy tristes cuando por razones de trabajo – Pepe era montajista - se fueron a vivir a São Paulo y todos los años esperábamos con impaciencia su venida para las fiestas de fin de año. Íbamos a esperarlos a Ezeiza en el Tomasín, el Ford T de los Nogués. ¿Cuántos éramos? Los Nogués eran cuatro, nosotros otro tanto, a veces los Anthonissen… Con un calor espantoso enfrentábamos un camino largo y descampado porque los árboles no habían crecido todavía. Pero valía la pena ver bajar del avión a Pepe hecho un dandi y a Sarita haciendo aspavientos y cargada de regalos: discos, libros de Jorge Amado, ojotas japonesas de paja, cortes de tela, queso Catupiry etc .

 

Guardo un recuerdo inolvidable del diciembre del 58 cuando pasé unos días en su casa en São Paulo, deslumbrada con la Bossa Nova, la playa de Guarujá, la ciudad de Rio de Janeiro y, especialmente, de la piedra del Arpoador desde donde me zambullí una tarde a escondidas de Sarita. Allí llevé a mi hermana, en su último viaje, para ver y aplaudir la puesta del sol en el mar..

Con el tiempo los viajes de los Cañizares a Buenos Aires fueron raleando y solo los volví a ver con más frecuencia cuando nos instalamos en Rio de Janeiro. Ambos simpatizaron mucho con Hugo y como bromista inveterado, Pepe se ganó el cariño de mis hijos. Y un día comenzó a contarnos algunos acontecimientos de su vida.

 

Madrileño del barrio de Lavapiés, en tiempos de la República había llegado a frecuentar un club de nudistas del Manzanares. Hizo la guerra con los aviadores rusos y fue candidato al curso de piloto ametralladora, un proyecto frustrado por la retirada de las Brigadas Internacionales. Como muchos otros, al acabar la guerra atravesó los Pirineos a pie. Por ser bajito y caminar por las durmientes de la ferrovía, la travesía le resultó extremamente penosa. Recordándola, usaba solamente zapatos carísimos hechos a medida, inversión que justificaba mirándose los pies: “me han salvado la vida y tengo que cuidarlos”.  No perdonaba a los franceses haberle confiscado el bacalao, la máquina de escribir y la lata de leche condensada que arrastró penosamente hasta la frontera y con las que pensaba sobrevivir un tiempo. En Paris trabajó como mozo en la embajada de Chile, siendo cónsul Neruda. “No te imaginas Tona, la de Limoges que he roto, una barbaridad…”

 

Pepe y Sarita solían venir a pasar las fiestas en mi casa en Río y coincidentemente también lo hacía Mamá. Fueron temporadas felices. Nos bañábamos de mañana en la playa de Leme y paseábamos o charlábamos hasta el caer del sol cuándo, inexorablemente, Pepe proclamaba llegada la hora de la reza, o sea de la caipiroska que él preparaba siguiendo un ritual específico.

 

Sarita era judía y respetaba las fiestas, especialmente el Iom Kippur. Pero también prendía velas a Santa Teresinha y sabía mucho de las religiones de origen africano, como descubrimos un 31 de diciembre en que fuimos a la playa a ver los festejos a Iemanjá. Sospechábamos que en realidad era adepta a todas las religiones.

 

Pepe se mantenía siempre fiel a sus ideas y se reunía todos los años en Madrid con sus compañeros sobrevivientes. Pragmático, me explicó así la caída del Muro de Berlín, “Tona, tienes que entender que se ha roto el botijo. Se ha roto y no tiene arreglo”.

Seguimos visitándolos en São Paulo con bastante frecuencia. Aunque un poco más viejos, discutían como siempre. Sarita comenzó a implicar con la familia de Pepe y aunque lo puso a régimen y le cortó el whisky, él siempre conseguía romper el cerco. Poco a poco los viajes fueron espaciándose. Pasaban largas temporadas en España. En ocasión de una de ellas me llamó Mamá desde Buenos Aires.

 

¿Me han dicho que se ha muerto Pepe, tú qué sabes? Nada, pero llamo a São Paulo en seguidaHola Sarita, ¿cómo estás?

Bien querida. ¿Y Pepe? No Tona, Pepe no está en casa, está en el garaje… No supe que decir y todavía lo lamento. Porque se me hizo un nudo en la garganta y no pude llamarla nuevamente. Murió semanas después. Cuando llegaron las Navidades, comencé a buscar compulsivamente la casete de villancicos andaluces. Beben y beben los peces en el río…Recordé haberla dejado en el coche. Salí disparando de casa y no sé cómo, me encontré en el garaje, con los villancicos en la mano y sin Papá Noel.

 

12. A LA RECHERCHE DU CONAPROLE PERDU 

 

Al atardecer, subíamos al barco de la carrera, que después de navegar toda la noche se posicionaba frente al cerro de Montevideo - ¡Monte vide eu! gritábamos mi hermana y yo. Al desembarcar seguíamos en tren hasta nuestro destino de vacaciones. Aunque la Gora recuerda una estadía en La Pedrera y hay fotos nuestras de veranos anteriores en Piriápolis, para mí los primeros recuerdos son de Punta del Este.

 

Volví ya adolescente a casa de los Cuatrecasas, que eran vecinos de la encantadora Margarita Xirgu. Y años después volvimos Hugo y yo para encontrarnos con nuestros amigos Charlotte y José Grunberg, que allí estaban veraneando. Sentados en el balcón de su departamento, mientras la conversación fluía naturalmente - como suele ocurrir entre amigos que no se ven hace tiempo – me llamó la atención un enorme crucero. Al eliminarlo, en un rápido ejercicio de Photoshop mental, todo adquirió una proporción perfecta: la bahía de Maldonado, la isla Gorriti y los yates del puerto.

 

¿Sería posible, por abstracción, reencontrar el Punta del Este de mi infancia? Acompañada pacientemente por Hugo, me lancé a una búsqueda casi arqueológica de los rastros de entonces, fotografiando todos los lugares que conseguí identificar. En realidad, no todos. La Playa Brava, que antiguamente era un desierto desde el Playa Hotel hasta San Rafael, se había llenado de torres trumpescas. Pero en la punta todavía quedaban la masa grande de rocas, las casitas bajas y las veredas de color ladrillo.

Circulé furiosamente en triciclo por esas veredas, importunando a quien se pusiera en mi camino, hasta que unos chicos me tiraron un durazno podrido. Con el odio despertado por tan cobarde atentado rumié mi terrible venganza: tirarles una flor vieja. Y para colmo de mis desdichas, a la humillación del duraznazo se sumó la risa de los mayores.

 

Cerca de la plaza del Faro, ya no tan alto como entonces, permanece un edificio de singular arquitectura al que llamábamos de Morabito y que era un hotelito donde nos alojábamos los Prados, los Schapire, los Cañizares y nosotros. Reconozco la ventana desde donde a la hora de la siesta, Sarita asomaba para pedirnos que no gritáramos tanto que los mayores estaban descansando. De noche, cuando los niños caeríamos agotados, los adultos irían al Casino…

 

En el Morabito, no quedan rastros del gallinero que yo vigilaba atentamente, para avisar al personal de la cocina si alguna gallina había puesto un huevo. Me vuelve a la memoria el olor de la sopera metálica humeante, que subía y bajaba por un misterioso montacargas y el sabor de los mejillones que separaba cuidadosamente para comer por último.

 

Siguiendo por la Avenida Gorlero, actualmente hay una seguidilla de comederos, pero no la terraza en que nos llevaban a merendar un frankfurter y una gaseosa o un helado de la Conaprole. Mas allá el Casino, que era más un lugar de vida social que de juego. Sarita solo se permitía arriesgar la merienda del día siguiente. No eran tiempos de vacas gordas.

Otros lugares y momentos me escapan. No consigo ubicar la ubicación de la librería del fotógrafo Pepe Suárez, que siempre estaba acompañado por su perro, Mambrino.

 

Volvemos al puerto, donde todavía está el embarque para la isla Gorriti y una vez vimos a un buzo testando sus instrumentos. Continuamos hacia la Playa Mansa, marginada por edificios altos. En mis recuerdos las casas raleaban a partir del muelle donde Rafael y la Gora iban a pescar. Su caminar tranquilo con cañas y un balde les valió el injusto apodo de Volga, Volga dado por Schapire.

 

Aunque los turistas invadan a diario la Playa Mansa, los fines de semana esta es reconquistada por la población local de Maldonado, con sus mates, sus sillitas y sombrillas. Disfrutan de la puesta de sol en el mar, que es allí extraordinaria. Las aguas vivas son las mismas, pero menores que en mi memoria. Tan bellas fluctuando en el agua y tan tristes en la orilla donde los niños las despedazan cruelmente antes de enterrarlas en la arena.

 

Al amanecer salgo a caminar por el pinar, siempre del lado de la Mansa. Calles desiertas con solo unos adolescentes trasnochados y cansados que vuelven de la balada y algún trabajador circulando en motoneta. Me sorprendo al encontrar La Gallarda, que era la casa de los Alberti y al volver, La Barraca que era la de los Ballester y donde la Mamá, Doña Pepa, nos convidaba con una leche merengada sensacional. ¿Qué fue del mural de Papá para el Cantegrill?

 

Vuelvo a la Punta a buscar algún rastro de los tres cines de entonces. Encuentro huellas y las fotografío desesperadamente antes que se me borren del recuerdo. A fines de la década de los 40 Punta del Este era un reducto de intelectuales, con un festival de Cine Internacional. Cuando no iban al Casino, los mayores asistían a las películas que llegaban antes al Uruguay que a la Argentina… También era el programa de los días de lluvia.

 

Allí fue donde dormí la primera parte de Lo que el Viento se llevó, despertando en el incendio de Atlanta tan asustada que tuve que recurrir a mi último recurso “quiero hacer pis”. Muy contrariada, Mamá me llevó diciendo: “Toniquita, eres muy rica pero tienes el don de la inoportunidad”. Tal vez. Me lo repetiría muchas veces.

 

Junto las fotos para enviárselas a mi hermana y compartir con ella esos recuerdos. Me llama la atención un reportaje del diario sobre Juan Ferreres, a quien conocí un domingo en casa de mis padres y volví a ver en la casa de los Cuatrecasas. El Negus - nombre de guerra, se alistó a los 17 años en el ejército republicano, combatiendo valientemente. Escapó de Argelès, fue detenido nuevamente y extraditado de Francia a la Argentina. Llegó a Punta Ballena de la mano de Antonio Bonet y se convirtió en el artífice del paisajismo de la región. Durante el gobierno militar tuvo que huir del Uruguay, regresando a su casa 8 años después. Afincada en Punta Ballena, un lugar turístico por excelencia, su familia trabaja y se destaca en las áreas de gastronomía, inmobiliaria, hotelería y espectáculos.

 

Fuimos a saludarlo. Dimos varias vueltas por el bosque hasta que salió un vecino muy desconfiado que nos preguntó dónde íbamos y qué queríamos. Explico que vamos a ver a Ferreres porque era amigo de mi padre “¿Y quién era su padre?” ”Gori Muñoz”. Se le iluminó la cara “¿Hija de Gori? ¡pero, por favor, si aquí lo queremos muchísimo a Gori! Sigan hasta ver una enorme bandera republicana al lado de otra del Frente amplio”. Tal cual.

 

Ferreres nos esperaba y pasamos con él un par de horas extraordinarias en su hermoso y exuberante jardín. Entre otras cosas, hizo cuestión de contarnos que al llegar a Buenos Aires le dijeron en el Berna “Si buscas trabajo, habla con Gori”. Lo hizo y Gori lo llevó a Losada; “Tienes que darle trabajo a este chico” “Pero Gori, ya se lo he dado a muchos, no puedo poner a otro español más” “Pues a este si, porque es argentino”.

 

Su hija Selva me mandó fotos de dos cuadros para el site que hemos construido. En uno de ellos, Gori retrata al combatiente aguerrido; en el otro el combatiente cansado y alerta, con una dedicatoria que me intriga “al amigo Ferreres, con todo mi cariño y cita en Puebla de Valverde”

 

13. DEBEN SER LOS GORILAS DEBEN SER

 

 No simpatizaba con los vecinos de la planta baja. La niña no se juntaba con nadie; la veíamos de refilón salir de mañanita corriendo para subir al ómnibus del colegio de la Anunciata o escorchata, en una de mis interpretaciones libres. Su madre era una señora paraguaya que reclamaba del ruido cada vez que me ponía a practicar el zapateado del garrotín o tocar las castañuelas porque a su marido, un señor misterioso al que nunca vimos, le dolía mucho la cabeza.

 

Punta-taco, taco-todo con mis zapatitos rojos de tacón. Irritadísima porque tenía que parar de practicar y en la clase de baile siguiente me tocaría enfrentar la mirada de reprobación de mi profesora, la severísima señora de Marmolejo. ¿Por qué, si mis castañuelas tenían un sonido precioso? Conchita Piquer se las regaló a Papá, su amigo de infancia, para su hija pequeña a la que le gustaba tanto bailar. 

 

El inicio de los años 50 era de tiempos conturbados. Evita estaba enferma y un sábado, al volver del cine nos sorprendió el movimiento de la calle. “A casa rápido que ha pasado algo”, dijo Mamá. Prendimos la radio a tiempo para escuchar que “Eva Perón ha muerto. La república está de duelo. El pueblo argentino siente, en lo que tiene de más profundo y puro, la pérdida de la mujer más extraordinaria que la patria ha conocido…”. Lo sé de memoria porque durante un año fue lectura diaria obligatoria en las escuelas. Para todos los que entonces éramos niños, las 20:25 se transformó en la “hora en que Eva Perón pasó a la inmortalidad”.

 

Los republicanos a nuestro alrededor acompañaban con aprensión los acontecimientos. Desconfiaban tanto de Perón, un militar populista, como del slogan peronista “Alpargatas si, libros no”. A partir de la muerte de Evita, la situación política se tornó más incierta. Los discursos de Perón, transmitidos por la radio, se escuchaban en casa con mucha atención y se analizaban cuidadosamente con los amigos. Se hablaba más bajo y las recomendaciones de discreción se hicieron más frecuentes, “lo que se escucha en casa no se repite fuera”.

 

Dijeran lo que dijeran los adultos, los niños esperábamos fervientemente de que al final del acto patriótico del 17 de octubre en la Plaza de Mayo, los asistentes comenzaran a pedir “Mañana San Perón” y el general se hiciera eco proclamando: “mañana, (pausa) mañana, (pausa) mañana San Perón”. Uffff!, mañana es feriado y no hay colegio. Desafío a cualquiera a encontrar, en una casa peronista o no, a un niño que no se haya sentido profundamente aliviado y agradecido.

 

Dejó de ser folclórico un día de 1953, cuando varias bombas estallaron en la Plaza de Mayo, matando e hiriendo decenas de trabajadores allí presentes. Aunque Perón reaccionó diciendo “a mí no me van a asustar con bom-bi-tas”, todos nos asustamos. El atentado fue una tragedia nacional. Faltó tiempo para que la policía cayera en nuestro edificio y allanara el departamento de abajo. Sus habitantes ya se habían esfumado, pero debajo del bidet se encontró una cantidad considerable de explosivos semejantes a los utilizados en Plaza de Mayo. Dispenso los comentarios de mi padre.

 

De seguir zapateando, ¿hubiéramos volado por los aires? Nunca supimos nada concreto sobre los vecinos de la planta baja. Se dijo que el señor del dolor de cabeza era quién fabricaba las bombas y que todos ellos se habían ido al Paraguay. Durante meses tuvimos un policía de guardia custodiando la puerta de entrada del edificio, una presencia bastante desagradable.  

 

En 1955 terminé la enseñanza primaria argentina. A mi amiga Dany y a mí nos gustaba la señora Antonia, una maestra eficiente, enérgica, justa y bigotuda que se hacía la tonta y pasaba a otro tema en el horario correspondiente a la lectura obligatoria de La razón de mi vida, el libro de Eva Perón. Nos resultaba tan intragable que Dany nunca pudo desprenderse de él, porque “si no lo muestro, nadie me va a creer”.

 

Hasta que el 16 de junio, en el recreo después del almuerzo vi llegar a Schapire con cara muy seria para retirarnos del colegio a su hijo Miguelito y a mí, “Tu Mamá está al tanto, ya le avisé…” Mi hermana estaba en casa y mis padres a camino. Nosotros fuimos a su casa en la calle Cerviño. “Están bombardeando la Plaza de Mayo”. Subimos a la azotea y entre humaredas me pareció haber visto un avión cayendo. La intentona fracasó y más tarde supimos que causó centenas de muertos.

A partir de ese momento el ambiente comenzó a caldearse. Los tiempos todavía eran de radio y se sintonizaba radio Colonia, una emisora uruguaya, para saber qué estaba pasando. Un programa cómico llamado La revista Dislocada puso de moda, gambeteando la censura, frases y expresiones que todos repetíamos sin ton ni son: “son rumores”; “se dice, pero no lo vamo’a hacer”; “deben ser los gorilas, deben ser”. 

 

Hasta que llegó el golpe de septiembre, también llamado de Revolución Libertadora o Libertadura, fueron dos meses confusos de informaciones no confirmadas. En el colegio era frecuente que padres preocupados vinieran a media mañana a llevarse a los niños. Por ser buenas alumnas, avispadas y de las grandes de sexto grado, a Dany y a mí nos encargaban de pasar por las salas para avisar a las maestras que tal niño se iba a su casa. Era una alteración del orden que nos encantaba;  en vez de estar en clase disfrutábamos paveando en el patio.

 

En 1958, la Gora y Mamá se fueron a Europa por tres meses. Estaba previsto que cuando acabaran las clases yo iría a casa de los Cañizares en São Paulo. Hubiera sido una época tranquila si un amigo de la familia no me hubiera dicho que me portara bien porque mi padre estaba enfermo. Por suerte,  los Nogués que estaban cerca me apuntalaron: Maruja siempre alegre y positiva dando ánimos a todos y Agustín con su sonrisa tierna y serena;  Carmencita y Tito solidarios, llevándonos a Elenita Anthonyssen y a mí, las peques, a sus fiestas de los sábados.

 

Me hice cargo de las cenas del domingo especializándome en unas tortillas de patatas que eran muy apreciadas por Farias y Paredes. Los domingos de mañana Papá y yo solíamos ir a caminar hasta el río. Un día, al pasar debajo del puente vimos a un grupo de jóvenes en movimiento que según Papá eran ejercicios militares. Se quedó mirándolos con aire desafiador de yo sé lo que estáis haciendo hasta que uno con muy mala cara comenzó a acercarse a nosotros y tuvimos que hacer un mutis por el foro. Siempre pensamos haber asistido a un entrenamiento del incipiente grupo nacionalista Tacuara. 

En esos años y los siguientes fueron pocos los gobiernos elegidos por el voto popular y en una escalada de violencia y barbarie, vivimos numerosísimos golpes de estado. He visto tantos que el día que me puse a contarlos no me alcanzaron los dedos de las manos.

 

14. RÍO DE LA PLATA 

 

Un domingo apareció Schapire en casa anunciando que en el local de un baile popular llamado La Enramada, se instalaba el Club Comunicaciones y que nos inscribiría a nosotras y a Miguelito. Era muy cerca de nuestras casas, en Las Heras entre Malabia y Lafinur. La intención de Shapire era que practicáramos algún deporte y nos entretuviéramos durante las vacaciones. Para nosotras, tuvo otras consecuencias de las que tal vez la más importante fuera el sacarnos de un ambiente un tanto claustrofóbico e introducirnos en la realidad de la clase media porteña. 

 

En esa época también nos frecuentaba Daniel Carpio, un nadador peruano que, además de sus participaciones en cuatro Olimpíadas, había atravesado a nado varias veces los canales de la Mancha y Gibraltar, además del Río de la Plata. Cuando supo que me gustaba la natación me presentó al entrenador del equipo de natación del club y allí comencé a hacer piletas.

Abandoné las clases de baile español. Me incorporé a un ambiente totalmente diferente del que conocía hasta entonces, pero encontré una enorme dificultad: para integrar el equipo y participar en competiciones tenía que tirarme al agua de cabeza. No sabía y tampoco lo conseguía.

 

Daniel se propuso a ayudarme. En esa época era responsable por la pileta de Colmegna, una institución en el centro de la ciudad. Todos los domingos a las 8 de la mañana llegaba yo para una sesión de zambullidas que duró meses y me valió millones de panzazos. Nunca se inmutó. Me miraba entrar, tirarme al agua con gran estruendo, salir y entrar nuevamente. Muy de tanto en tanto y con total impasibilidad me hacía una observación, sugiriéndome modificar la posición del cuerpo o de los brazos.

A las 10 de la mañana regresaba a mi otra vida, encontrándome con mi madre y mi hermana en el zaguán del cine-teatro Ópera para escuchar el concierto semanal. Con el pelo mojado y las piernas doloridas asistí maravillada a presentaciones extraordinarias, como las de Andrés Segovia o de Rostropovich.

 

Esa rutina duró varios meses hasta que, milagrosamente, un día conseguí zambullirme con una elegancia de dar envidia a una estrella de Hollywood. Mi entrada en el equipo de natación estaba asegurada y a partir de ese momento fueron horas de gimnasia y pileta, invierno y verano. No era muy rápida, pero nadaba grandes distancias. Carpio decía que yo tenía pasta de fondista y que cuando fuera mayor tendría condiciones para cruzar el Río de la Plata.

 

Seguí entrenándome diariamente durante unos dos o tres años. Volvía a casa con un hambre de lobo estepario y los ojos enrojecidos e hinchados del cloro. Mamá protestaba “¿Es que no puedes nadar con la cabeza fuera del agua?”. Papá intervenía “Le viene muy bien la natación porque la disciplina”. Y como estaba entrando en la adolescencia, Sarita complementaba suspirando indulgentemente “Tiene sus moscones”.

 

Esta etapa fue mi segunda salida al campo, después de mis primeros correteos por el barrio y antes del ingreso a la Universidad. Pero cuando llegó el momento crítico en que las exigencias del colegio aumentaron, la situación se volvió insostenible. En casa no había alternativa posible, de modo que abandoné el entrenamiento para dedicarme a los estudios y me zambullí con ese espíritu fondista de seguidora como caballo de sulqui que me acompañaría el resto de mi vida. 

 

A nado, nunca crucé el Río de la Plata. En mi memoria alternan los recuerdos. Las costaneras de Buenos Aires con la fuente de Lola Mora en el sur; los carritos de choripán y el pabellón de Nuñez en el norte; la rambla de Montevideo con el trajín lejano de barcos cargados de mercancías; un viaje de estudios a la isla de Martín García en una barca sobreviviente del desembarco en Normandía y ese color chocolate indescriptible. 

 

¿Y qué fue de ese cuzqueño que aprendió a nadar en el mar de Mollendo y tuvo tanta paciencia conmigo? Le perdí la pista hasta que un día, ya en Brasil, el diario trajo la noticia del cruce del canal de Gibraltar por un nadador de 77 años. Murió a los 99 años rodeado de respeto y con el reconocimiento del Perú por sus hazañas.   

 

Todavía veo boquiabierta las películas de Esther Williams y sigo soñando con zambullirme desde un columpio con la misma gracia. Aunque Hugo sonría irónicamente y me llame Estercita, nado de espaldas porque me divierte ver desde el agua todo lo que pasa a mi alrededor. 

 

15. EL CONCEPTO DE REPETIBILIDAD 

 

Fui una niña urbana que, por haber crecido entre el Jardín Botánico, el Zoológico y el bosque de Palermo, consideraba que las plantas y los animales son inseparables de una placa con su nombre. Pero con tanto ir y venir, identifiqué como siendo caquis unas frutas anaranjadas que se pudrían en el suelo y observé que la jirafa pateaba a las cabras, al hipopótamo le faltaban dientes, el rinoceronte estaba cubierto de moscas, el oso polar pasaba mucho calor y las maras corrían más rápido que yo.

 

Acompañé la germinación de decenas de porotos y lentejas; también cultivé una papa que dio tubérculos y Mamá transformó en las mejores papas fritas del mundo.  El vigilante de la esquina me dio un gorrión que se había caído del nido; compré dos cotorras que se murieron al cabo de horas y cuyos cadáveres cambié por un jilguero al que llamé Castelar – eran tiempos de Episodios Nacionales. Más de una vez Papá le limpiaba la jaula y ambos nos encariñamos con él de tal modo que cuando murió lo enterramos en Palermo.

 

Papá disfrutaba confirmando durante las tormentas que la luz viaja más rápido que el sonido. También recitaba el principio de Arquímedes, pero nunca supe por qué le hacía tanta gracia. Siempre me gustaron las ciencias, que en ese entonces los franceses llamaban Leçon de ChosesAprendí que al congelar el agua aumenta de volumen. Junté los tubitos de vidrio de vitaminas, llené uno de ellos con agua, lo tapé y lo metí en la parte más alta de la heladera. Mamá me retó por llenar la heladera de vidrios, pero no me importó. Aunque el vidrio se había roto y confirmado la previsión, pensé que podía haber sido una casualidad. Al volver a montar el experimento con el mismo resultado, enuncié mi primera hipótesis y descubrí la noción de repetibilidad. A Mamá eso no la impresionó, “¡serás tonta, claro que se rompe!”

 

En el último año del colegio comencé a interesarme seriamente por la biología. Un día Papá me trajo un libro “por si te interesa”. Lo había encontrado en una librería de Corrientes y era nada menos que la Geopolítica del Hambre, de Josué de Castro, un texto que me marcó profundamente y llegué a comentar mucho con él.

 

Es difícil explicar el hervidero intelectual que era la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, donde ingresé a los 17 años para estudiar Ciencias Biológicas. Además del altísimo nivel de los estudios, vivíamos en un ambiente participativo muy estimulante. En el Centro de Estudiantes de Ciencias Naturales además de editar una revista científica, organizar ciclos de cine y campamentos estudiantiles, se discutía nuestra participación en el gobierno tripartito de la Facultad. Mi futuro profesional en la investigación científica y la docencia parecía clarísimo. Daba clases en el mismo Collège Français de mi infancia y era ayudante en el mismo laboratorio donde estaba terminando mi tesis de Licenciatura en genética de bacterias cuando, en 1966, se produce la intervención militar a la Universidad de Buenos Aires. 

 

“Tened cuidado, que eso puede acabar en manta y plato” me advirtió mi padre, cuando le comuniqué que ocuparíamos la Facultad. Esa misma noche la guardia de infantería nos sacó a patadas y bastonazos, después de un simulacro de fusilamiento en el patio central frente al Aula Magna. Nos cargaron en los camiones celulares y nos llevaron detenidos. El evento quedó registrado como la Noche de los Bastones Largos. Una amiga avisó a mis padres de lo ocurrido, y al amanecer apareció Mamá en la comisaría con dos docenas de medias lunas, “tuve que esperar que abriera la panadería” y varios paquetes de cigarrillos que compartimos entre todas las compañeras de detención.

 

Nunca me contó Mamá que hilos movió, pero el caso es que por la tarde me liberaron. Papá, que ya se movía con bastante dificultad me esperaba en casa. Hugo salió días después. No sabíamos que ese hecho redireccionaría nuestras vidas y carreras, en un complicado periplo latinoamericano de autoexilio en el que tendría que reinventarme varias veces. 

Los amigos republicanos más cercanos comparecieron el domingo au grand complet. “Que nos cuente la Tonica lo que ha pasado”. Lo hice con lujo de detalles, terminando con un triste “qué se puede hacer, los militares son unos cabrones”. Se levanta lentamente un hombre con una figura dignísima, delgada, de pelo blanco y con una voz muy dulce me dijo “No todos, niña, no todos”.

 

Era el coronel Francisco Galán.

 

Las carcajadas fueron unánimes. Muriéndome de vergüenza, le pedí humildemente disculpas.  

 

16. AUNQUE ME QUITEN EL PUENTE 

 

Los primeros calores llegaban en noviembre. Mamá sacaba la ropa del verano anterior, nos la probaba, marcaba posibles arreglos y organizaba la renovación del vestuario. Diciembre pasaba muy rápido y en seguida llegaban las fiestas que festejábamos siguiendo el principio paterno “si son de comer y regalar, todas; de ayuno y penitencia, ninguna”.

La llegada de los Cañizares daba la largada a los festejos de Nochebuena, en casa de los Prados, de los Casona o de los Nogués. Se celebraban con alegría a pesar de todos reclamar que fiestas con calor no son fiestas y soñar con diciembres fríos y castañas calentitas.

 

Año Nuevo era en casa. Si bien Mamá protestaba porque era el aniversario de la muerte de su padre y creaba un clima de tensión repitiendo que no tenía ánimo para fiestas, lo cierto es que preparaba maravillosas empanadas gallegas, fuentes de arroz con leche, natillas, leche merengada, café granizado etc. El terreno de Papá era la sangría, calibrada especialmente para que la fiesta resultara animada.

 

No sé cómo cabían tantas personas, ni cómo conseguían instalar a todos para la cena que transcurría entre conversaciones entrecruzadas. Bromistas inveterados, Papá, Farias y Poroto nos hacían reír a todos, grandes y pequeños. La noche era larga y con repetidos brindis a la muerte de Franco. En cualquier momento alguien comenzaba el “Si me quieres escribir…” o “El ejército del Ebro…”, el “Segadors” o “a las Barricadas”. Papá, que no perdonaba la Internacional, la cantaba solemnemente en pie con el puño en alto, así como Paredes, Poroto y Carmen.  Y cuando la animación disminuía, dale de nuevo a las canciones de la guerra. Mi copla preferida era y es “aunque me quiten el puente y también la pasarela, habré de cruzar el Ebro en mi barquito de vela”. La he cantado con ellos golpeteando la mesa y la seguiré cantando los años que me queden. 

 

Pensándolo bien, algunos eran socialistas, otros comunistas o anarquistas. Los había madrileños como Mamá, Maruja, Pepe y Paredes; valencianos como Helena Cortesina, catalanes como Cuatrecasas, Gaspar y Brugadas, asturianos como Farias, aragoneses como Agustín y argentinos como Sarita, Anita y los Schapire. Aunque en su juventud todos ellos pudieran discordar, el exilio y el recuerdo de los combates de su juventud los unía de manera indisoluble. 

 

A medida que la noche avanzaba se retiraban las mesas, se bailaban pasodobles, sevillanas y sardanas y se montaban números. Mamá se lucía todos los años con su Charleston, vestida y maquillada como en los años 20.  Papá siempre inventaba alguno, pero su tour de force era el de la cabrita cuando se encaramaba en un banquito sorprendiéndonos a todos. Farias no perdonaba su versión apócrifa y anticlerical del “Adiós Ninón”.  A seguir, Carmen Caballero animaba el coro con cuplés como el de la Irene, “Con un empaque que no conviene…”, o el de la vendedora de sardinas, “Desde Santurce a Bilbao…”. De tanto en tanto todos al unísono entonábamos “En un chozo de la sierra, había un batallón alpino”… en homenaje a Cañizares que lo agradecía con gracia.

 

Otros números se referían a algún acontecimiento del año que finalizaba. Farias y Pepe rivalizaban en sus sketches y todos, grandes y peques, nos desternillábamos de risa. Parte del éxito se debía a la ayuda de Mamá que, finalmente animada, les prestaba ropa y los ayudaba a vestirse, aunque nunca le perdonó a Farias que, disfrazado de hawaiana, se pintara el ombligo con un rouge francés carísimo.

 

Josep Gaspar fotografiaba magistralmente la fiesta. Sus fotos merecen un comentario aparte. Ya mayor y relativamente callado Gaspar fue un pionero de la fotografía aérea, trabajó en cine con Buñuel, filmó el entierro de Durruti y fue tycoon en Hollywood. Vivía de su estudio fotográfico en Buenos Aires y registraba los acontecimientos de los republicanos.

Después de medianoche solían llegar más invitados. A esas alturas los vecinos ya estaban resignados e inclusive se acercaban a observar la jarana dese la vereda. Un año, Papá bajó a ofrecerles unas botellas de sidra, con las que aumentó aún más su popularidad en el barrio. Otro año, mis amigos del equipo de natación vinieron a tirar petardos y rompe portones debajo de nuestra ventana. Encantados con las floridas maldiciones de Papá, al año siguiente repitieron la serenata.

 

Nos íbamos a dormir muertas de cansancio de madrugada, sabiendo que más tarde tendríamos que ayudar a ordenar y limpiar la casa, literalmente patas arriba. Nunca dormíamos mucho, y menos aquel inolvidable primero de enero en que Papá nos despertó al grito de ¡Levantaos, que los barbudos han entrado en La Habana!”

 

17. CON LA FRENTE MARCHITA 

 

Carlitos. Cada día canta mejor. ¿Cuándo podremos volver a Buenos Aires y abrazar a los amigos de siempre? Inmersa en esta realidad distópica de la pandemia, tantas veces anunciada en los Congresos de Bioseguridad a los que solía asistir, aguardo impacientemente la llegada de las vacunas que nos protejan a todos del virus y nos liberen del confinamiento. 

 

En nuestra infancia algunas enfermedades eran inevitables. Mi hermana las tuvo todas, yo solo el sarampión y la varicela. Las sobrellevábamos a té con leche y galletitas criollitas; como remedio, media aspirina terriblemente amarga. 

 

Las vacunas siempre me interesaron. Mamá tenía una marca redonda en el brazo, probablemente relacionada con su solitaria estadía en un antiguo convento en la montaña. Papá relataba la tremenda reacción provocada por las repetidas vacunaciones que le eran aplicadas cada vez que entraba en el país vasco transfiriendo las armas de la República. En Buenos Aires, las vacunas infantiles obligatorias, aplicadas en Sanidad Escolar, eran la antivariólica, una escarificación en el brazo, y la temida antidiftérica, aplicada en la espalda. Salíamos fanfarroneando “no me dolió”, igual que ahora los viejos, al vacunarnos contra el COVID.

 

Yo tenía horror a las inyecciones. Frente a una amenaza de esas me escondía en un rincón y armaba una barricada inexpugnable con el sillón de Papá. Solo Rosalía Casona conseguía que saliera de allí y desistiera de mi resistencia. Un diagnóstico de mastoiditis durante un veraneo, seguido de un tratamiento de antibióticos inyectables a cada cuatro horas, me quitó el insoportable dolor y el miedo.

 

En la estantería detrás del sillón descubrí una enciclopedia en dos tomos sobre el cuerpo humano. ¿Qué hacían esos libros en casa? No lo sé, porque nunca vi a mi padre o mi madre ojearlos o comentarlos. En las noches en que se iban al teatro, mi hermana y yo los consultábamos atentamente. 

 

En esos tiempos, los adultos se enfermaban del corazón o de esa enfermedad innombrable cuyo diagnóstico ya era una condena. Iban al médico por una apendicitis aguda, o al dentista si el dolor de muelas arreciaba. Reíamos burlonamente cantando el “hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad” de La Verbena de la Paloma o “el perro está rabioso o no lo está” de El Rey que Rabió¿Era una tentativa de negar la enfermedad? Tal vez de espantarla, pero si lo era, no funcionó. La muerte se llevó al escritor y periodista Paco Madrid, gran amigo de Papá. Pero también a gente muy joven como Thérèse, Jean-Pierre y Michou. Existían otros peligros, además del fascismo, la bomba atómica, y la capacidad destructiva del Krakatoa. Para colmo, los marcianos eran muy improbables.

 

En el verano de 1956, se confirmaron los rumores de un brote de poliomielitis en la Argentina, desencadenándose una epidemia feroz. Se sabía que el origen era viral, pero no como se transmitía y tampoco había remedio o vacuna disponible.  Fue un verano interminable porque nuestros padres nos confinaron en Pinamar, donde estábamos veraneando y no había llegado la epidemia. Regresamos a Buenos Aires a principios del otoño, con una bolsita de alcanfor colgada del cuello que, según Mamá, si no espantaba el virus tampoco nos podía hacer daño.  Las familias que podían se cotizaban para contrabandear la recién aprobada vacuna Salk, por vía de una azafata o piloto de aviación que viajara a los Estados Unidos. Mi hermana y yo tuvimos la suerte de recibir las tres dosis correspondientes, pero mi amiga Dany, con dos dosis, cayó enferma al año siguiente. 

 

Dany y yo fuimos amigas desde el primer día de Jardín de Infantes, cuando nuestras hermanas mayores nos depositaron en la sala correspondiente del Collège Français. A pesar de recibir los mejores tratamientos posibles en Buenos Aires y Estados Unidos, nunca pudo abandonar el sillón de ruedas. Regresó con su familia a Francia, donde siguió estudiando, ejerció la profesión de psicóloga y escribió varios libros. Continuamos siempre en contacto hasta que se la llevara el coronavirus.  

En 1958, al salir del estreno del show de Las Vegas en el teatro Ópera, Papá nos dijo “fijaos lo cansado que estoy que me tiembla la mano”. El espectáculo había sido montado a presión en cuatro días, durante los cuales solo durmió cinco horas. El diagnóstico de Parkinson nos llegó meses más tarde. 

 

Papá siguió pintando y trabajando mientras pudo. Los tratamientos eran incipientes y poco efectivos; el dosaje de los medicamentos tenía efectos secundarios desagradables, una cirugía considerada milagrosa no sirvió para nada. En esos momentos tan difíciles los Cuatrecasas y los Nogués nos acompañaron mucho.   

 

Pasaron los años con su seguidilla de tristezas y alegrías, muertes y nacimientos, separaciones y encuentros. Muchos de los amigos españoles habían regresado a España, otros habían muerto y uno de los efectos perversos de la enfermedad fue el desmantelamiento de las relaciones familiares, que siempre habían girado alrededor de Papá.

 

El círculo de amigos se fue estrechando, pero aun cuando la enfermedad estaba ya muy avanzada, Agustín Nogués nunca dejó de visitarlo y hacerle compañía. Maruja, que siempre conseguía ver el lado bueno de las cosas, más de una vez supo encontrar las palabras que yo tanto necesitaba para darme ánimos frente a la tomada de decisiones importantes.

 

Aunque en el 75 vivía nuevamente en Buenos Aires, ya sabía que sería por muy poco tiempo y que la partida era inevitable. Al llegar la tan esperada noticia de la muerte de Franco corrí a ver a mi padre para celebrarlo con el champagne que llevaba meses enfriando en la heladera. Conversábamos animadamente cuando, en un momento de lúcida melancolía, me dijo “Para mí ya es tarde, Tonica”. 

 

Tengo un nudo en la garganta y no quiero llorar.

 

18. RAÍCES, RAÍCES 

 

No nací en México porque dijeron que el corazón de Papá no aguantaría la altura, ni en la Unión Soviética porque Mamá argumentó “Gori, mejor nos vamos a un país donde podamos ser comunistas si queremos”, ni en Chile porque no llegaron hasta allí. Mi hermana nació en Francia y se declaraba francesa, pero no lo era. Mis padres y la mayoría de sus amigos eran españoles.

Un domingo en que todos los amigos exilados conversaban sobre sus papeles y las dificultades enfrentadas para regularizar su situación en la Argentina, escuché a mi padre decir: “es que aquí la única que tiene papeles en orden es la Tonica, porque es argentina”. Sin tener muy claro de que se trataban los dichosos papeles, me pareció que eso de ser argentina debía ser muy importante. 

 

En casa se hablaba el español-de-España y no se consentía el voseo del español-de-Argentina. Mi hermana y yo seguimos comunicándonos entre nosotras con el “tu” y las expresiones castizas que aprendimos de niñas. Con nuestros amigos argentinos usamos normalmente el “vos” y el “che”. Cuando estamos las dos juntas con amigos argentinos usamos alternativamente las dos variantes sin errar ni una vez. Y está tan internalizado que la mayoría de las veces los demás no se dan cuenta.

 

Los idiomas evolucionan. En España, en algún momento me pareció que se hablaba con frases sincopadas y pausas en lugares absurdos. También en Argentina, en la época del Proceso, la gente comenzó a hablar mascando las palabras, con un tono muy desagradable. Con la democratización, el lenguaje se fue suavizando nuevamente. Por otro lado, también el idioma de las hermanitas ha cambiado porque hemos incorporado palabras nuevas, a raíz del contacto con gente de otros países latinoamericanos.

 

Papá pensaba que las mujeres tenían que prepararse para una profesión que les asegurara independencia. “Lo único que os voy a dejar es la educación”. Y consideraba importante que esta se diera en un ambiente mixto, para aprender a convivir en un mundo de hombres y mujeres. Mamá estaba de acuerdo. Nos mandaron al Collège Français, pensando que eso nos facilitaría la vida cuando regresáramos a España. Nunca volvimos. 

 

Tampoco llegué a pedir la nacionalidad española, a pesar de la insistencia de Mamá y de mi padrino Pepe, que llegó inclusive a traerme de España todos los papeles necesarios y argumentaba que tenía que reclamar mis derechos. Ni la brasileña, aunque haya vivido más años aquí que en la Argentina y me sienta muy grata e identificada con el país y su gente. ¿Por qué? No sé.

« En ce temps lá, la France s’appellait la Gaule et s’étendait jusqu’au Rhin... » Mi primera lección de historia nunca olvidada y que tanta gracia le hacía a mi padre. Y el primer poema que aprendí “Si tous les gars du monde voulaient se donner la main…A veces, cuando salgo caminar o me pongo a cocinar, me vuelven a la mente otros, en francés y en español, que asimilé a lo largo de esos años de infancia y adolescencia. 

 

Cuando terminé los estudios secundarios y entré en la Universidad de Buenos Aires escribía mis apuntes en francés, hecho que dejaba atónitos a mis compañeros. Me llevó un tiempo tomar notas  directamente en castellano, pero en compensación, ni las derivadas ni las integrales fueron nunca un problema.

 

Me hubiera gustado quedarme a vivir en Argentina, sí. El vendaval de 1966 nos llevó a Hugo y a mí a Chile, país en el que pasamos tres años de buenos recuerdos. Nuevamente en la Argentina, la tempestad de 1976 nos trajo a Rio de Janeiro, abandonando nuestro país, nuestros padres y amigos. Apoyándome en la experiencia de mis mayores traté de adaptarme a mis circunstancias y conservar el sentido del humor, la curiosidad y la ternura. Aunque siempre mantuvimos contacto con los amigos de infancia y juventud, una vez por año pasábamos unos días en Buenos Aires “matando as saudades”. Nos afincamos en Brasil, donde pudimos criar a nuestros hijos y encontramos muchas oportunidades. Ahora, más de una vez comienzo una frase en español y la termino en portugués.   

 

Lloré cuando por primera vez sobrevolé territorio español, me emocionan los cielos con nubes de borreguitos y el color chocolate del Río de la Plata, me deslumbro a diario con los azules, violetas y verdes de los amaneceres cariocas. Por eso no sé contestar cuando me preguntan por mis raíces. ¿La española de mis orígenes, la argentina de mi infancia y juventud, la francesa de mi formación intelectual, la brasileña de mi vida adulta?

 

Todas ellas son adventicias, pero me sustentan.

 

 

[1] Malhablado en valenciano.

[2] En mis recuerdos, a lo largo de los años: Chichita y Miguel Schapire, Daniel Carpio, Sima e Isaac Kornbliht, Maruja y Agustín Nogués con sus hijos, los Ballester, Maite y Pepe Bago, Chino Valle, Andrés Mejuto y Olguita, Guillermo y Teresa Zúñiga, María del Carmen y Jesús Prados con sus hijos,  Aída y Julián Bautista, Sarita y Pepe Cañizares, Julián Barbero, Nieves y Eduardo Borrás, Laura Cruzalegui y Lorenzo Luzuriaga,  Elena Cortesina, Ruiz y Carmen Caballero, Dolorines Anthonissen, Josep Gaspar, Elvira y Paco Galán, Anita y Joan Cuatrecasas, los Azcoaga y otros de paso por Buenos Aires como Jardel Filho, Paco Rabal o Fernando Fernán Gomez. Infaltables hasta su muerte, los solterones Javier Farias y Juan Paredes, nuestros tíos adoptivos.

[3] Centro Clandestino de Detención, en tempos del Proceso. 

[4] La abuela vivió muy poco tiempo con nosotros y regresó a España donde tenía una vida profesional muy independiente sin depender de su hija y su yerno. Yo debía ser muy pequeña.

[5] Indisposición momentánea y repentina, en portugués.

[6] Atilio Dell Oro Maini

[7] “Entonces eres pagana”, en portugués.

[8]Pero se murió la Paca”, se casó con una flaca hija de un mozo de cuerda, y se fueron a vivir, a un cuarto que olía a (pausa) albahaca”; “Chiquitín, chiquitín se quería casar, y quería vivir a la orilla del mar, y quería gastar pantalón y fusil, por eso le llamamos chiquitín, chiquitín”; “Murió el pompón, pontififice, de inanición Pío quincece…”. Y no sigo.

[9] María del Carmen García Lasgoity, mi madrina laica.

REFERENCIAS

 

A L’ENFANT GÂTÉ: T6, T10    

ALBERTI, Aitana: T2, T8,T9

ALBERTI, Rafael: T6, T8,T9, T12

ALEGRÍA, Ciro: T9      

ANTHONISSEN, Dolorines Nogués: T1, T8

ANTHONISSEN, Elenita: T13 

ANTHONISSEN, Juan Manuel T13

ANUNCIA, la llalla: T2, T13, T14, T17

ARÁOZ ALFARO: T11 

ÁRTABRO: T7     

ASTURIAS, Miguel Ángel: T5 

AZCOAGA, Enrique y familia: T1

BAGO, José y Maite Grandmontagne: T1, T3

BALLESTER, familia: T1, 12

BARBERO, Julián: T1,

BAUTISTA, Julián y Aída: T1, 10

BENICALAP: T3   

BORRÁS, Eduardo y Nieves: T1, T8

BRUGADAS: T16

CABALLERO, Carmen: T1, T16

CALLOWAY CAB: T5

CAÑIZARES, José (Pepe): T1, T5, T7, T11, T12, T13, T16, T18

CAÑIZARES, Sarita Cobresman: T1, T11, T12, T14, T16

CARPIO, Daniel : T1, T14

CASONA, Alejandro:  T1, T8, T10, T16, 17

CASONA, Marta: T1, T10

CASONA, Rosalía Martín (la ropi): T1, T10, T17

CASTRO, Fidel: T2

CASTRO, Josué de: T15         

CERVANTES: T8  

CHAS DE CRUZ: T1

CHENAL Pierre: T5

COLLÈGE FRANÇAIS (Colegio) : T3, T15, T17, T18

CORTESINA, Helena:  T1, T16

COVO, Danièle (Dany): T6, T10,T13T,T17    

CUATRECASAS, Joan y Anita MONTORFANO: T1, 10,12,16,17

DARWIN: T6       

DEL CARRIL, Hugo: T5, T7     

DELL’ORO MAINI, Atilio: T5

DEMARE Lucas:, T5

ESTÚDIOS SAN MIGUEL: T7  

FARIAS, Javier: T1, T8, T13, T16

FERNÁN GOMEZ, Fernando: T1

FERRERES, Juan: T12 

FERRERES, Selva: T12

FRANCO, Francisco: T1, T4, T16, T17

FRANK, Ana: T6  

FRONDIZI: T9

GAGARIN: T1

GALÁN, Elvira Velasco: T1

GALÁN, Francisco (Paco): T1,15

GALDÓS, Benito Perez: T3    

GALILEA: T6

GARCÍA LORCA, Federico: T3

GARDEL, Carlos (Carlitos): T11, T17 

GASPAR, Josep:T1, T16

GRUNBERG, José y Charlotte: T12

GUIDO: T9          

GUILLÉN, Nicolás:  T9

HELENA DE TROYA: T9          

HITLER: T6          

HUMBOLDT: T7 

JARDEL FILHO: T1

KATCHATURIAN, Aram: T10  

KAYE, Dany: T10

KORNBLIHT, Isaac T1

KORNBLIHT, Sima: T1

KOWALEVICH, Martita: 2      

LA BARRACA: T1, 3, 12          

LABRADA BERNAL, Hilda: T1

LAIKA: T1

LEÓN, María Teresa: T1, 9, 12

LÍSTER: T4          

LOSADA: T8, T12

LUZURIAGA, Jorge y Laura Cruzalegui: T1

LYNCH, Ana María: T7

MACHADO, Antonio: T1

MADRID: T1, T3,T7,T8,T10,T11

MADRID, Francisco (Paco): T1, T3, T8, T10, T17

MALAJOVICH, Hugo:T1, T2, T5, T6, T7, T11,T12,T14,T15,T18

MANISES: T3

MARMOLEJO, Consuelo y Pitusa: T10, T13  

MEJUTO, Andrés:       T1

MOLITERNO, Olga: T1

MONTORO, Antón de: T6

MONTORO, Francisca (Paquita), Joaquín (Quinito), Josefa (Pepita), Manuel, Manolita, Miguel, Milagritos, Ninón, Rosarín, Antoñita: T4    

MONTORO, Rosario (tía de Gori): T4

MONTORO, Vicente: T4

MUÑOZ DUEÑAS, Gregorio: T3

MUÑOZ MONTORO, Antonio :T4

MUSEO DEL HOLOCAUSTO (Yad Vashem): T6

NERUDA, Pablo: T11

NOGUÉS, Agustín (el Tito) y Carmen (Carmencita) T6, T8, T15       

NOGUÉS, Agustín y Maruja NOTARIO: T1, 6, 8, 13,16,17

OBAMA: T5

ONTAÑÓN, Santiago: T9

OSÓRIO, Álvaro: T8

PAREDES, Juan:T1, T8, T13, T16

PASTEUR: T6

PERÓN, Eva Duarte (Evita): T4, T13  

PERÓN, Juan Domingo: T13  

PHILIPE, Gérard: T10

PIQUER, Conchita: T13         

PRADOS ARRARTE, Jesús y María del Carmen GARCIA LASGOITY: T1, T6, T8, T10, T12, T16

PRADOS GARCÍA, Rafael y Ana María: T6, T8, T10

RABAL Francisco (Paco): T1

RUCUCU: T3       

RUIZ: T1

SALGADO, Sebastián: T4

SALK: T17

SCHAPIRE, Miguel, Chichita y Miguelito (hijo):T1, T12, T13, T14,T16

SOFFICI Mario T5

STALIN: T5

SUAREZ, José (Pepe): T12     

TAPIA, Blanca: T10    

TEL AVIV: T6

VALENCIA: T1, T3, T4, T9, T16          

VALLE, el chino:  T1

VAN GOGH: T3   

VENEGAS, Carmencita: T10  

XIRGU, Margarita: T12          

ZÚÑIGA, Guillermo, Teresa y  Mari Tere: T1, T7